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Las nueve menos cuarto.

Me fijo en el reloj de pared y seguidamente me concentro en la puerta.

Míralo, ahí está. Puntual, como cada maldita mañana.

Espero a que se siente, preparo su café y voy a su encuentro.

—Buenos días.

Le pongo el café sobre la mesa, junto al azúcar y la cucharilla y me siento enfrente de él sin pedir su permiso. Tengo el placer de ver como sus pupilas extremadamente dilatadas me miran con asombro mientras tomo asiento.

—Muy bien señorita Montero, ha tardado usted cuatro días en venir a hablar conmigo. Estoy emocionado –dice en tono irónico.

—Por favor, ¿puedes dejar de llamarme por el apellido y tratarme de usted? La broma ya ha durado bastante.

Su expresión adusta parece satisfecha. Sus ojos se dulcifican.

—¡Desde luego! ¿Ves? No es tan difícil, con educación todo se consigue.

Suspiro y ahora le miro con frialdad.

—Y aclarado esto, ahora qué, ¿qué quieres hablar conmigo? Creo que no tenemos mucho que decirnos, pero tu presencia aquí me dice que tal vez me equivoco.

Eso le sorprende. Tuerce la boca dedicándome media sonrisa y empieza a remover lentamente su café.

—Bueno, eso de que no tenemos nada que decirnos, es discutible –dice tranquilamente—. Has venido a vivir a Nápoles, prácticamente no te conozco y ya sabes, supongo que en lo que a ti respecta, hay cosas que despiertan mi curiosidad.

Frunzo el ceño.

«Tiene curiosidad por mí, ¡nada más y nada menos!»

—Lo siento pero mi vida es cosa mía, no pienso revelarte nada que no me interese descubrir. Tendrás poder sobre muchas cosas aquí, pero no sobre mi persona.

Tiene los ojos como platos, parece incluso satisfecho con mi inesperado arrebato de sinceridad. Me mira con la boca entreabierta, desconcertándome.

—Creo que no hemos empezado con buen pie y por eso ahora te muestras tan reticente conmigo.

—No es eso —le corto elevando un poco la voz—, es que tú no tienes ningún derecho sobre mí —con la emoción golpeo sobre la mesa con el puño—, no tienes por qué saberlo todo. Debes saber que no hablo de mi vida con nadie, y menos contigo.

—Me parece bien –acepta asintiendo y mirándome fijamente a los ojos. Yo intento que no me afecte, pero reconozco que esos ojos pueden hacer flaquear a cualquiera—, pero ten en cuenta una cosa, Ingrid, no tardará mucho en despertarse tu curiosidad y querrás saber cosas sobre mí, recuerda entonces que yo estaré en mi derecho de hacer lo mismo.

«Ah... mi curiosidad. No había pensado en ella hasta ahora. Pero es cierto, yo también la tengo; de hecho, barajo un sinfín de preguntas y todas dirigidas hacia la misma persona y ese curioso clan al que todo el mundo teme y adora a la vez».

Frunzo el ceño y aprieto los labios formando una fina línea.

«¡Joder qué hábil es! ¡Cómo sabe que hay cosas que yo también me muero por conocer!»

—¿Por qué no te haces un café y lo tomas conmigo?

Vuelvo a centrar mi atención en él. Parece concentrado en cada una de mis reacciones; tanto es así, que me siento desnuda. Mis mejillas enrojecen y cuando siento que mi subconsciente me está volviendo a traicionar, me obligo a recomponer la expresión, tapándola bajo una manta de hostilidad; eso se me da mejor.

Clan LucciWhere stories live. Discover now