Capítulo 24. | La croix Noire.

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Zara Di Ángelo

Tres días después.

Siempre había pensado que los sueños eran la manera de comunicarse del subconsciente, quizá la única. Siempre le solía hacer caso cuando por la noche, mientras estaba en mi quinto sueño, él me exponía los temas que a él le parecía. Incluso los que yo intentaba guardar en un cajón en lo más profundo de mi mente.

Esta vez me enseñó uno de mis grandes miedos, los cuales intentaba no darle mucha importancia y que aún así, en mi interior hacían muchísimo ruido; El abandono.

Supuse que mi subconsciente quería de una vez que intentase hacer desaparecer ese miedo, por eso, a pesar de lo mucho que lo odiase, me lo exponía como recordatorio.

Supuse también que para vencer ese miedo mi mente tenía que hacer las paces con mi corazón e ir en la misma dirección. Los dos eran como niños pequeños reclamando atención y por desgracia, no podía hacerle caso a ambos.

Mi corazón, a pesar de todas las embestidas, seguía abriéndose a cualquier atisbo de cariño y mi mente, a pesar de eso, seguía cerrándose por la misma cuestión. Imposibilitando que superara ese miedo que tanto me acompañaba.

Sentí algo frío en mi rostro, lo sentí caer una y otra vez, hasta que con dificultad abrí los ojos y me di cuenta de que caía agua del techo. Pequeñas gotas se abrían paso a través de una grieta y terminaban justamente en mi cabeza. No supe recordar con claridad qué era lo que había pasado, hasta que quise mover uno de mis brazos y éstos estaban unidos en una cuerda bastante gruesa. Él pánico me envolvió al ver que no podía moverme. Breves flashes del golpe aparecieron en mi mente. Eché un rápido vistazo a la habitación dónde me encontraba; era literalmente un calabozo. Cuatro paredes llenas de moho y una puerta de metal que podía tener perfectamente más de cuarenta años. La habitación carecía de ventanas, estaba iluminada por una tenue luz que colgaba del techo y que parecía que en cualquier momento iba a dejar de funcionar.

Me reincorporé con lentitud, inhalando el olor a humedad que había por toda la sala, provocando que tosiera con fuerza. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo había estado durmiendo?

¿Y Cezar? ¿Y Trece? ¿Y todos?

Descarté la idea de Trece gastándome una broma y pensé en los miles de enemigos que tenía esa gente.

¿Por qué tenía que pasarme todo a mí?

Volví a observar la habitación, ésta vez fijándome más en algo que me sirviese de ayuda. Nada, ni siquiera un trozo de pared o un ladrillo. Suspiré completamente cansada, tenía hambre, mucha hambre y no tenía ni idea de dónde estaba.

No sabía cuántas veces me repetí a mí misma lo mala que había sido la decisión de venir a Sicilia, y de que si no lo hubiese hecho estaría en mi departamento tan tranquila viendo series de asesinos y no protagonizando una. Eché la cabeza hacia atrás apoyándola contra la fría pared y me permití cerrar los ojos durante unos segundos para relajarme. Relajación que duró poco cuándo escuché pasos tras la puerta de metal.

Automáticamente mi cuerpo se tensó y me pegué más a la pared como si de esta forma fuese menos visible. Escuché la cerradura abrirse y tras ello, la puerta, mostrando una figura alta en el umbral sujetando algo con ambas manos.

Después de entrar otra figura un poco más baja le siguió, no sin antes cerrar la puerta tras él. Cuándo entraron los dos hombres desconocidos mi corazón empezó a latir a mil por hora, pero, eso no fue lo peor, supe que estaba bien jodida cuándo vi que detrás de ellos tenían varias herramientas, éstos comenzaron a hablar en un perfecto francés.

— C'est elle. – Es ella. –

Dijo el más bajito mirándome a través del pasamontañas. Ambos tenían la cara tapada excepto los ojos, dos pares de ojos que no paraban de analizarme de arriba a abajo. Me sentía pequeñísima.

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