CAPÍTULO XVIII

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Hasta que Elizabeth entró en el salón de Netherfield y buscó en vano entre el grupo de casacas rojas allí reunidas a Wickham, no se leocurrió pensar que podía no hallarse entre losinvitados

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Hasta que Elizabeth entró en el salón de Netherfield y buscó en vano entre el grupo de casacas rojas allí reunidas a Wickham, no se leocurrió pensar que podía no hallarse entre losinvitados. La certeza de encontrarlo le habíahecho olvidarse de lo que con razón la habríaalarmado. Se había acicalado con más esmeroque de costumbre y estaba preparada con elespíritu muy alto para conquistar todo lo quepermaneciese indómito en su corazón, confiando que era el mejor galardón que podría conseguir en el curso de la velada. Pero en un instante le sobrevino la horrible sospecha de queWickham podía haber sido omitido de la listade oficiales invitados de Bingley para complacer a Darcy. Ése no era exactamente el caso. Suausencia fue definitivamente confirmada por elseñor Denny, a quien Lydia se dirigió ansiosamente, y quien les contó que el señor Wickhamse había visto obligado a ir a la capital pararesolver unos asuntos el día antes y no había regresado todavía. Y con una sonrisa significativa añadió:––No creo que esos asuntos le hubiesen retenido precisamente hoy, si no hubiese queridoevitar encontrarse aquí con cierto caballero.Lydia no oyó estas palabras, pero Elizabeth sí;aunque su primera sospecha no había sido cierta, Darcy era igualmente responsable de la ausencia de Wickham, su antipatía hacia el primero se exasperó de tal modo que apenas pudocontestar con cortesía a las amables preguntasque Darcy le hizo al acercarse a ella poco después. Cualquier atención o tolerancia haciaDarcy significaba una injuria para Wickham.Decidió no tener ninguna conversación conDarcy y se puso de un humor que ni siquierapudo disimular al hablar con Bingley, pues suciega parcialidad la irritaba.Pero el mal humor no estaba hecho para Elizabeth, y a pesar de que estropearon todos susplanes para la noche, se le pasó pronto. Después de contarle sus penas a Charlotte Lucas, a quien hacía una semana que no veía, pronto seencontró con ánimo para transigir con todas lasrarezas de su primo y se dirigió a él. Sin embargo, los dos primeros bailes le devolvieron laangustia, fueron como una penitencia. El señorCollins, torpe y solemne, disculpándose en vezde atender al compás, y perdiendo el paso sindarse cuenta, le daba toda la pena y la vergüenza que una pareja desagradable puede daren un par de bailes. Librarse de él fue comoalcanzar el éxtasis.Después tuvo el alivio de bailar con un oficialcon el que pudo hablar del señor Wickham,enterándose de que todo el mundo le apreciaba. Al terminar este baile, volvió con CharlotteLucas, y estaban charlando, cuando de repentese dio cuenta de que el señor Darcy se habíaacercado a ella y le estaba pidiendo el próximobaile, la cogió tan de sorpresa que, sin saberqué hacía, aceptó. Darcy se fue acto seguido yella, que se había puesto muy nerviosa, se quedó allí deseando recuperar la calma. Charlotte trató de consolarla.––A lo mejor lo encuentras encantador.––¡No lo quiera Dios! Ésa sería la mayor detodas las desgracias. ¡Encontrar encantador aun hombre que debe ser odiado! No me deseestanto mal.Cuando se reanudó el baile, Darcy se le acercópara tomarla de la mano, y Charlotte no pudoevitar advertirle al oído que no fuera una tontay que no dejase que su capricho por Wickhamle hiciese parecer antipática a los ojos de unhombre que valía diez veces más que él. Elizabeth no contestó. Ocupó su lugar en la pista,asombrada por la dignidad que le otorgaba elhallarse frente a frente con Darcy, leyendo enlos ojos de todos sus vecinos el mismo asombroal contemplar el acontecimiento. Estuvieron unrato sin decir palabra; Elizabeth empezó a pensar que el silencio iba a durar hasta el final delos dos bailes. Al principio estaba decidida a noromperlo, cuando de pronto pensó que el peor castigo para su pareja sería obligarle a hablar, ehizo una pequeña observación sobre el baile.Darcy contestó y volvió a quedarse callado.Después de una pausa de unos minutos, Elizabeth tomó la palabra por segunda vez y le dijo:––Ahora le toca a usted decir algo, señor Darcy.Yo ya he hablado del baile, y usted deberíahacer algún comentario sobre las dimensionesdel salón y sobre el número de parejas.Él sonrió y le aseguró que diría todo lo que elladesease escuchar.––Muy bien. No está mal esa respuesta de momento. Quizá poco a poco me convenza de quelos bailes privados son más agradables que lospúblicos; pero ahora podemos permanecer callados.––¿Acostumbra usted a hablar mientras baila?––Algunas veces. Es preciso hablar un poco,¿no cree? Sería extraño estar juntos durantemedia hora sin decir ni una palabra. Pero enatención de algunos, hay que llevar la conver-sación de modo que no se vean obligados atener que decir más de lo preciso.––¿Se refiere a usted misma o lo dice por mí?––Por los dos ––replicó Elizabeth con coquetería––, pues he encontrado un gran parecido ennuestra forma de ser. Los dos somos insociables, taciturnos y enemigos de hablar, a menosque esperemos decir algo que deslumbre a todos los presentes y pase a la posteridad contodo el brillo de un proverbio.––Estoy seguro de que usted no es así. En cuanto a mí, no sabría decirlo. Usted, sin duda, creeque me ha hecho un fiel retrato.––No puedo juzgar mi propia obra.Él no contestó, y parecía que ya no abrirían laboca hasta finalizar el baile, cuando él le preguntó si ella y sus hermanas iban a menudo aMeryton. Elizabeth contestó afirmativamente e,incapaz de resistir la tentación, añadió:––Cuando nos encontró usted el otro día,acabábamos precisamente de conocer a unnuevo amigo. El efecto fue inmediato. Una in-tensa sombra de arrogancia oscureció el semblante de Darcy. Pero no dijo una palabra; Elizabeth, aunque reprochándose a sí misma sudebilidad, prefirió no continuar. Al fin, Darcyhabló y de forma obligada dijo:––El señor Wickham está dotado de tan gratosmodales que ciertamente puede hacer amigoscon facilidad. Lo que es menos cierto, es quesea igualmente capaz de conservarlos.––Él ha tenido la desgracia de perder su amistad ––dijo Elizabeth enfáticamente––, de talforma que sufrirá por ello toda su vida.Darcy no contestó y se notó que estaba deseosode cambiar de tema. En ese momento sir William Lucas pasaba cerca de ellos al atravesar lapista de baile con la intención de ir al otro extremo del salón y al ver al señor Darcy, se detuvo y le hizo una reverencia con toda cortesíapara felicitarle por su modo de bailar y por supareja.––Estoy sumamente complacido, mi estimadoseñor tan excelente modo de bailar no se ve con frecuencia. Es evidente que pertenece usted alos ambientes más distinguidos. Permítamedecirle, sin embargo, que su bella pareja en nada desmerece de usted, y que espero volver agozar de este placer, especialmente cuandocierto acontecimiento muy deseado, queridaElizabeth (mirando a Jane y a Bingley), tengalugar. ¡Cuántas felicitaciones habrá entonces!Apelo al señor Darcy. Pero no quiero interrumpirle, señor. Me agradecerá que no le prive másde la cautivadora conversación de esta señoritacuyos hermosos ojos me están también recriminando.Darcy apenas escuchó esta última parte de sudiscurso, pero la alusión a su amigo parecióimpresionarle mucho, y con una grave expresión dirigió la mirada hacia Bingley y Jane quebailaban juntos. No obstante, se sobrepuso enbreve y, volviéndose hacia Elizabeth, dijo:––La interrupción de sir William me ha hechoolvidar de qué estábamos hablando. ––Creo que no estábamos hablando. Sir William no podría haber interrumpido a otra pareja en todo el salón que tuviesen menos que decirse el uno al otro. Ya hemos probado con doso tres temas sin éxito. No tengo ni idea de quépodemos hablar ahora.––¿Qué piensa de los libros? ––le preguntó élsonriendo.––¡Los libros! ¡Oh, no! Estoy segura de que noleemos nunca los mismos o, por lo menos, nosacamos las mismas impresiones.––Lamento que piense eso;, pero si así fuera, decualquier modo, no nos faltaría tema. Podemoscomprobar nuestras diversas opiniones.––No, no puedo hablar de libros en un salón debaile. Tengo la cabeza ocupada con otras cosas.––En estos lugares no piensa nada más que enel presente, ¿verdad? ––dijo él con una miradade duda.––Sí, siempre ––contestó ella sin saber lo quedecía, pues se le había ido el pensamiento aotra parte, según demostró al exclamar repen-tinamente––: Recuerdo haberle oído decir enuna ocasión que usted raramente perdonaba;que cuando había concebido un resentimiento,le era imposible aplacarlo. Supongo, por lo tanto, que será muy cauto en concebir resentimientos...––Efectivamente ––contestó Darcy con voz firme. ––¿Y no se deja cegar alguna vez por losprejuicios? ––Espero que no.––Los que no cambian nunca de opinión debencerciorarse bien antes de juzgar.––¿Puedo preguntarle cuál es la intención deestas preguntas?––Conocer su carácter, sencillamente ––dijoElizabeth, tratando de encubrir su seriedad––.Estoy intentando descifrarlo.––¿Y a qué conclusiones ha llegado?––A ninguna ––dijo meneando la cabeza––. Heoído cosas tan diferentes de usted, que no consigo aclararme.––Reconozco ––contestó él con gravedad–– quelas opiniones acerca de mí pueden ser muy diversas; y desearía, señorita Bennet, que noesbozase mi carácter en este momento, porquetengo razones para temer que el resultado noreflejaría la verdad.––Pero si no lo hago ahora, puede que no tengaotra oportunidad.––De ningún modo desearía impedir cualquiersatisfacción suya ––repuso él fríamente.Elizabeth no habló más, y terminado el baile, sesepararon en silencio, los dos insatisfechos,aunque en distinto grado, pues en el corazón deDarcy había un poderoso sentimiento de tolerancia hacia ella, lo que hizo que pronto la perdonara y concentrase toda su ira contra otro.No hacía mucho que se habían separado, cuando la señorita Bingley se acercó a Elizabeth ycon una expresión de amabilidad y desdén a lavez, le dijo:––Así que, señorita Eliza, está usted encantadacon el señor Wickham. Me he enterado por suhermana que me ha hablado de él y me hahecho mil preguntas. Me parece que ese joven se olvidó de contarle, entre muchas otras cosas,que es el hijo del viejo Wickham, el último administrador del señor Darcy. Déjeme que leaconseje, como amiga, que no se fíe demasiadode todo lo que le cuente, porque eso de que elseñor Darcy le trató mal es completamente falso; por el contrario, siempre ha sido extraordinariamente amable con él, aunque George Wickham se ha portado con el señor Darcy de lamanera más infame. No conozco los pormenores, pero sé muy bien que el señor Darcy no esde ningún modo el culpable, que no puede soportar ni oír el nombre de George Wickham yque, aunque mi hermano consideró que nopodía evitar incluirlo en la lista de oficiales invitados, él se alegró enormemente de ver que élmismo se había apartado de su camino. El merohecho de que haya venido aquí al campo es unaverdadera insolencia, y no logro entender cómose ha atrevido a hacerlo. La compadezco, señorita Eliza, por este descubrimiento de la culpabilidad de su favorito; pero en realidad, tenien-do en cuenta su origen, no se podía esperarnada mejor.––Su culpabilidad y su origen parece que sonpara usted una misma cosa ––le dijo Elizabethencolerizada––; porque de lo peor que le heoído acusarle es de ser hijo del administradordel señor Darcy, y de eso, puedo asegurárselo,ya me había informado él.––Le ruego que me disculpe ––replicó la señorita Bingley, dándose la vuelta con desprecio––.Perdone mi entrometimiento; fue con la mejorintención.«¡Insolente! ––dijo Elizabeth para sí––. Estásmuy equivocada si piensas que influirás en mícon tan mezquino ataque. No veo en él más quetu terca ignorancia y la malicia de Darcy.»Entonces miró a su hermana mayor que se había arriesgado a interrogar a Bingley sobre elmismo asunto. Jane le devolvió la mirada conuna sonrisa tan dulce, con una expresión defelicidad y de tanta satisfacción que indicabanclaramente que estaba muy contenta de lo ocu-rrido durante la velada. Elizabeth leyó al instante sus sentimientos; y en un momento todala solicitud hacia Wickham, su odio contra losenemigos de éste, y todo lo demás desaparecieron ante la esperanza de que Jane se hallase enel mejor camino hacia su felicidad.––Quiero saber ––dijo Elizabeth tan sonrientecomo su hermana–– lo que has oído decir delseñor Wickham. Pero quizá has estado demasiado ocupada con cosas más agradables parapensar en una tercera persona... Si así ha sido,puedes estar segura de que te perdono.––No ––contestó Jane––, no me he olvidado deél, pero no tengo nada grato que contarte. Elseñor Bingley no conoce toda la historia e ignora las circunstancias que tanto ha ofendido alseñor Darcy, pero responde de la buena conducta, de la integridad y de la honradez de suamigo, y está firmemente convencido de que elseñor Wickham ha recibido más atenciones delseñor Darcy de las que ha merecido; y sientodecir que, según el señor Bingley y su hermana, el señor Wickham dista mucho de ser un jovenrespetable. Me temo que haya sido imprudentey que tenga bien merecido el haber perdido laconsideración del señor Darcy.––¿El señor Bingley no conoce personalmente alseñor Wickham?––No, no lo había visto nunca antes del otro díaen Meryton.––De modo que lo que sabe es lo que el señorDarcy le ha contado. Estoy satisfecha. ¿Y quédice de la rectoría?––No recuerda exactamente cómo fue, aunquese lo ha oído contar a su amigo más de una vez;pero cree que le fue legada sólo condicionalmente.––No pongo en duda la sinceridad del señorBingley ––dijo Elizabeth acaloradamente––,pero perdona que no me convenzan sus afirmaciones. Hace muy bien en defender a suamigo; pero como desconoce algunas partes dela historia y lo único que sabe se lo ha dicho él, seguiré pensando de los dos caballeros lo mismo que pensaba antes.Dicho esto, ambas hermanas iniciaron otraconversación mucho más grata para las dos.Elizabeth oyó encantada las felices aunque modestas esperanzas que Jane abrigaba respecto aBingley, y le dijo todo lo que pudo para alentarsu confianza. Al unírseles el señor Bingley, Elizabeth se retiró y se fue a hablar con la señoritaLucas que le preguntó si le había agradado suúltima pareja. Elizabeth casi no tuvo tiempopara contestar, porque allí se les presentó Collins, diciéndoles entusiasmado que había tenido la suerte de hacer un descubrimiento importantísimo.––He sabido ––dijo––, por una singular casualidad, que está en este salón un pariente cercano de mi protectora. He tenido el gusto de oírcómo el mismo caballero mencionaba a la damaque hace los honores de esta casa los nombresde su prima, la señorita de Bourgh, y de la madre de ésta, lady Catherine. ¡De qué modo tan maravilloso ocurren estas cosas! ¡Quién me ibaa decir que habría de encontrar a un sobrino delady Catherine de Bourgh en esta reunión! Mealegro mucho de haber hecho este descubrimiento a tiempo para poder presentarle misrespetos, cosa que voy a hacer ahora mismo.Confío en que me perdone por no haberlohecho antes, pero mi total desconocimiento deese parentesco me disculpa.––¿No se irá a presentar usted mismo al señorDarcy?––¡Claro que sí! Le pediré que me excuse por nohaberlo hecho antes. ¿No ve que es el sobrinode lady Catherine? Podré comunicarle que SuSeñoría se encontraba muy bien la última vezque la vi.Elizabeth intentó disuadirle para que no hiciesesemejante cosa asegurándole que el señor Darcy consideraría el que se dirigiese a él sin previa presentación como una impertinencia y unatrevimiento, más que como un cumplido a sutía; que no había ninguna necesidad de darse a conocer, y si la hubiese, le correspondería alseñor Darcy, por la superioridad de su rango,tomar la iniciativa. Collins la escuchó decididoa seguir sus propios impulsos y, cuando Elizabeth cesó de hablar, le contestó:––Mi querida señorita Elizabeth, tengo la mejoropinión del mundo de su excelente criterio entoda clase de asuntos, como corresponde a suinteligencia; pero permítame que le diga quedebe haber una gran diferencia entre las fórmulas de cortesía establecidas para los laicos y lasaceptadas para los clérigos; déjeme que le advierta que el oficio de clérigo es, en cuanto adignidad, equivalente al más alto rango delreino, con tal que los que lo ejercen se comporten con la humildad conveniente. De modo quepermítame que siga los dictados de mi conciencia que en esta ocasión me llevan a realizar loque considero un deber. Dispense, pues, que nosiga sus consejos que en todo lo demás me servirán constantemente de guía, pero creo que eneste caso estoy más capacitado, por mi educa-ción y mi estudio habitual, que una joven comousted, para decidir lo que es debido.Collins hizo una reverencia y se alejó para ir asaludar a Darcy. Elizabeth no le perdió de vistapara ver la reacción de Darcy, cuyo asombropor haber sido abordado de semejante manerafue evidente. Collins comenzó su discurso conuna solemne inclinación, y, aunque ella no looía, era como si lo oyese, pues podía leer en suslabios las palabras «disculpas», «Hunsford» y«lady Catherine de Bourgh». Le irritaba quemetiese la pata ante un hombre como Darcy.Éste le observaba sin reprimir su asombro ycuando Collins le dejó hablar le contestó condistante cortesía. Sin embargo, Collins no sedesanimó y siguió hablando. El desprecio deDarcy crecía con la duración de su segundodiscurso, y, al final, sólo hizo una leve inclinación y se fue a otro sitio. Collins volvió entonces hacia Elizabeth.––Le aseguro ––le dijo–– que no tengo motivopara estar descontento de la acogida que el se-ñor Darcy me ha dispensado. Mi atención le hacomplacido en extremo y me ha contestado conla mayor finura, haciéndome incluso el honorde manifestar que estaba tan convencido de labuena elección de lady Catherine, que daba pordescontado que jamás otorgaría una merced sinque fuese merecida. Verdaderamente fue unafrase muy hermosa. En resumen, estoy muycontento de él.Elizabeth, que no tenía el menor interés en seguir hablando con Collins, dedicó su atencióncasi por entero a su hermana y a Bingley; lamultitud de agradables pensamientos a que susobservaciones dieron lugar, la hicieron casi tanfeliz como Jane. La imaginó instalada en aquella gran casa con toda la felicidad que un matrimonio por verdadero amor puede proporcionar, y se sintió tan dichosa que creyó inclusoque las dos hermanas de Bingley podrían llegara gustarle. No le costó mucho adivinar que lospensamientos de su madre seguían los mismosderroteros y decidió no arriesgarse a acercarse a ella para no escuchar sus comentarios. Desgraciadamente, a la hora de cenar les tocó sentarse una junto a la otra. Elizabeth se disgustómucho al ver cómo su madre no hacía más quehablarle a lady Lucas, libre y abiertamente, desu esperanza de que Jane se casara pronto conBingley. El tema era arrebatador, y la señoraBennet parecía que no se iba a cansar nunca deenumerar las ventajas de aquella alianza. Sólocon considerar la juventud del novio, su atractivo, su riqueza y el hecho de que viviese a tresmillas de Longbourn nada más, la señora Bennet se sentía feliz. Pero además había que teneren cuenta lo encantadas que estaban con Janelas dos hermanas de Bingley, quienes, sin duda,se alegrarían de la unión tanto como ella misma. Por otra parte, el matrimonio de Jane conalguien de tanta categoría era muy prometedorpara sus hijas menores que tendrían así másoportunidades de encontrarse con hombresricos. Por último, era un descanso, a su edad,poder confiar sus hijas solteras al cuidado de su hermana, y no tener que verse ella obligada aacompañarlas más que cuando le apeteciese.No había más remedio que tomarse esta circunstancia como un motivo de satisfacción,pues, en tales casos, así lo exige la etiqueta; pero no había nadie que le gustase más quedarsecómodamente en casa en cualquier época de suvida. Concluyó deseando a la señora Lucas queno tardase en ser tan afortunada como ella,aunque triunfante pensaba que no había muchas esperanzas.Elizabeth se esforzó en vano en reprimir laspalabras de su madre, y en convencerla de queexpresase su alegría un poquito más bajo; porque, para mayor contrariedad, notaba que Darcy, que estaba sentado enfrente de ellas, estabaoyendo casi todo. Lo único que hizo su madrefue reprenderla por ser tan necia.––¿Qué significa el señor Darcy para mí? Dime,¿por qué habría de tenerle miedo? No le debemos ninguna atención especial como para sen-tirnos obligadas a no decir nada que puedamolestarle.––¡Por el amor de Dios, mamá, habla más bajo!¿Qué ganas con ofender al señor Darcy? Loúnico que conseguirás, si lo haces, es quedarmal con su amigo.Pero nada de lo que dijo surtió efecto. La madresiguió exponiendo su parecer con el mismodesenfado. Elizabeth cada vez se ponía máscolorada por la vergüenza y el disgusto queestaba pasando. No podía dejar de mirar a Darcy con frecuencia, aunque cada mirada la convencía más de lo que se estaba temiendo. Darcyrara vez fijaba sus ojos en la madre, pero Elizabeth no dudaba de que su atención estaba pendiente de lo que decían. La expresión de su caraiba gradualmente del desprecio y la indignación a una imperturbable seriedad.Sin embargo, llegó un momento en que la señora Bennet ya no tuvo nada más que decir, ylady Lucas, que había estado mucho tiempobostezando ante la repetición de delicias en las que no veía la posibilidad de participar, se entregó a los placeres del pollo y del jamón. Elizabeth respiró. Pero este intervalo de tranquilidad no duró mucho; después de la cena sehabló de cantar, y tuvo que pasar por el malrato de ver que Mary, tras muy pocas súplicas,se disponía a obsequiar a los presentes con sucanto. Con miradas significativas y silenciososruegos, Elizabeth trató de impedir aquellamuestra de condescendencia, pero fue inútil.Mary no podía entender lo que quería decir.Semejante oportunidad de demostrar su talentola embelesaba, y empezó su canción. Elizabethno dejaba de mirarla con una penosa sensación,observaba el desarrollo del concierto con unaimpaciencia que no fue recompensada al final,pues Mary, al recibir entre las manifestacionesde gratitud de su auditorio una leve insinuación para que continuase, después de una pausa de un minuto, empezó otra canción. Las facultades de Mary no eran lo más a propósitopara semejante exhibición; tenía poca voz y un estilo afectado. Elizabeth pasó una verdaderaagonía. Miró a Jane para ver cómo lo soportabaella, pero estaba hablando tranquilamente conBingley. Miró a las hermanas de éste y vio quese hacían señas de burla entre ellas, y a Darcy,que seguía serio e imperturbable. Miró, porúltimo, a su padre implorando su intervenciónpara que Mary no se pasase toda la noche cantando. El cogió la indirecta y cuando Mary terminó su segunda canción, dijo en voz alta:––Niña, ya basta. Has estado muy bien, nos hasdeleitado ya bastante; ahora deja que se luzcanlas otras señoritas.Mary, aunque fingió que no oía, se quedó unpoco desconcertada. A Elizabeth le dio pena deella y sintió que su padre hubiese dicho aquello. Se dio cuenta de que por su inquietud, nohabía obrado nada bien. Ahora les tocaba cantar a otros.––Si yo ––dijo entonces Collins–– tuviera lasuerte de ser apto para el canto, me gustaríamucho obsequiar a la concurrencia con una romanza. Considero que la música es una distracción inocente y completamente compatiblecon la profesión de clérigo. No quiero decir, poresto, que esté bien el consagrar demasiadotiempo a la música, pues hay, desde luego,otras cosas que atender. El rector de una parroquia tiene mucho trabajo. En primer lugar tieneque hacer un ajuste de los diezmos que resultebeneficioso para él y no sea oneroso para supatrón. Ha de escribir los sermones, y el tiempoque le queda nunca es bastante para los deberesde la parroquia y para el cuidado y mejora desus feligreses cuyas vidas tiene la obligación dehacer lo más llevaderas posible. Y estimo comocosa de mucha importancia que sea atento yconciliador con todo el mundo, y en especialcon aquellos a quienes debe su cargo. Considero que esto es indispensable y no puedo teneren buen concepto al hombre que desperdiciarala ocasión de presentar sus respetos a cualquiera que esté emparentado con la familia de susbienhechores. Y con una reverencia al señor Darcy concluyósu discurso pronunciado en voz tan alta que looyó la mitad del salón. Muchos se quedaronmirándolo fijamente, muchos sonrieron, peronadie se había divertido tanto como el señorBennet, mientras que su esposa alabó en serio aCollins por haber hablado con tanta sensatez, yle comentó en un cuchicheo a lady Lucas queera muy buena persona y extremadamente listo.A Elizabeth le parecía que si su familia sehubiese puesto de acuerdo para hacer el ridículo en todo lo posible aquella noche, no les habría salido mejor ni habrían obtenido tanto éxito;y se alegraba mucho de que Bingley y su hermana no se hubiesen enterado de la mayor parte del espectáculo y de que Bingley no fuese deesa clase de personas que les importa o les molesta la locura de la que hubiese sido testigo. Yaera bastante desgracia que las hermanas y Darcy hubiesen tenido la oportunidad de burlarsede su familia; y no sabía qué le resultaba más intolerable: si el silencioso desprecio de Darcy olas insolentes sonrisitas de las damas.El resto de la noche transcurrió para ella sin elmayor interés. Collins la sacó de quicio con suempeño en no separarse de ella. Aunque noconsiguió convencerla de que bailase con élotra vez, le impidió que bailase con otros. Fueinútil que le rogase que fuese a charlar conotras personas y que se ofreciese para presentarle a algunas señoritas de la fiesta. Collinsaseguró que el bailar le tenía sin cuidado y quesu principal deseo era hacerse agradable a susojos con delicadas atenciones, por lo que habíadecidido estar a su lado toda la noche. No había nada que discutir ante tal proyecto. Su amigala señorita Lucas fue la única que la consolósentándose a su lado con frecuencia y desviando hacia ella la conversación de Collins.Por lo menos así se vio libre de Darcy que,aunque a veces se hallaba a poca distancia deellos completamente desocupado, no se acercó a hablarles. Elizabeth lo atribuyó al resultadode sus alusiones a Wickham y se alegró de ello.La familia de Longbourn fue la última en marcharse. La señora Bennet se las arregló para quetuviesen que esperar por los carruajes hasta uncuarto de hora después de haberse ido todo elmundo, lo cual les permitió darse cuenta de lasganas que tenían algunos de los miembros de lafamilia Bingley de que desapareciesen. La señora Hurst y su hermana apenas abrieron la bocapara otra cosa que para quejarse de cansancio;se les notaba impacientes por quedarse solas enla casa. Rechazaron todos los intentos de conversación de la señora Bennet y la animacióndecayó, sin que pudieran elevarla los largosdiscursos de Collins felicitando a Bingley y asus hermanas por la elegancia de la fiesta y porla hospitalidad y fineza con que habían tratadoa sus invitados. Darcy no dijo absolutamentenada. El señor Bennet, tan callado como él, disfrutaba de la escena. Bingley y Jane estabanjuntos y un poco separados de los demás, hablando el uno con el otro. Elizabeth guardó elmismo silencio que la señora Hurst y la señorita Bingley. Incluso Lydia estaba demasiadoagotada para poder decir más que «¡Dios mío!¡Qué cansada estoy!» en medio de grandes bostezos.Cuando, por fin, se levantaron para despedirse,la señora Bennet insistió con mucha cortesía ensu deseo de ver pronto en Longbourn a toda lafamilia, se dirigió especialmente a Bingley paramanifestarle que se verían muy honrados si undía iba a su casa a almorzar con ellos en familia,sin la etiqueta de una invitación formal. Bingleyse lo agradeció encantado y se comprometió enel acto a aprovechar la primera oportunidadque se le presentase para visitarles, a su regresode Londres, adonde tenía que ir al día siguiente, aunque no tardaría en estar de vuelta.La señora Bennet no cabía en sí de gusto y salióde la casa convencida de que contando el tiempo necesario para los preparativos de la celebración, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a ver a su hija instalada en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con lamisma certeza y con considerable, aunque noigual agrado, esperaba tener pronto otra hijacasada con Collins. Elizabeth era a la que menos quería de todas sus hijas, y si bien el pretendiente y la boda eran más que suficientespara ella, quedaban eclipsados por Bingley ypor Netherfield. 

Orgullo y PrejuicioWhere stories live. Discover now