CAPÍTULO XXXVI

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No esperaba Elizabeth, cuando Darcy le dio lacarta, que en ella repitiese su proposición, perono tenía ni idea de qué podía contener. Al des-cubrirlo, bien se puede suponer con qué rapidez la leyó y cuán encontradas sensaciones vino a suscitarle. Habría sido difícil definir sussentimientos. Al principio creyó con asombroque Darcy querría disculparse lo mejor quepudiese, pero en seguida se convenció firmemente de que no podría darle ninguna explicación que el más elemental sentido de la dignidad no aconsejara ocultar. Con gran prejuiciocontra todo lo que él pudiera decir, empezó aleer su relato acerca de lo sucedido en Netherfield. Sus ojos recorrían el papel con tal ansiedad que apenas tenía tiempo de comprender, ysu impaciencia por saber lo que decía la frasesiguiente le impedía entender el sentido de laque estaba leyendo. Al instante dio por hechoque la creencia de Darcy en la indiferencia desu hermana era falsa, y las peores objecionesque ponía a aquel matrimonio la enojaban demasiado para poder hacerle justicia. A ella lesatisfacía que no expresase ningún arrepentimiento por lo que había hecho; su estilo no re-velaba contrición, sino altanería. En sus líneasno veía más que orgullo e insolencia.Pero cuando pasó a lo concerniente a Wickham,leyó ya con mayor atención. Ante aquel relatode los hechos que, de ser auténtico, había dedestruir toda su buena opinión del joven, y queguardaba una alarmante afinidad con lo que elmismo Wickham había contado, sus sentimientos fueron aún más penosos y más difíciles dedefinir; el desconcierto, el recelo e incluso elhorror la oprimían. Hubiese querido desmentirlo todo y exclamó repetidas veces: «¡Eso tieneque ser falso, eso no puede ser! ¡Debe de ser elmayor de los embustes!» Acabó de leer la carta,y sin haberse enterado apenas de la última o lasdos últimas páginas, la guardó rápidamente yquejándose se dijo que no la volvería a mirar,que no quería saber nada de todo aquello.En semejante estado de perturbación, asaltadapor mil confusos pensamientos, siguió paseando; pero no sirvió de nada; al cabo de mediominuto sacó de nuevo la carta y sobreponién-dose lo mejor que pudo, comenzó otra vez lamortificante lectura de lo que a Wickham serefería, dominándose hasta examinar el sentidode cada frase. Lo de su relación con la familiade Pemberley era exactamente lo mismo que élhabía dicho, y la bondad del viejo señor Darcy,a pesar de que Elizabeth no había sabido hastaahora hasta dónde había llegado, también coincidían con lo indicado por el propio Wickham.Por lo tanto, un relato confirmaba el otro, perocuando llegaba al tema del testamento la cosaera muy distinta. Todo lo que éste había dichoacerca de su beneficio eclesiástico estaba frescoen la memoria de la joven, y al recordar suspalabras tuvo que reconocer que había dobleintención en uno u otro lado, y por unos instantes creyó que sus deseos no la engañaban. Perocuando leyó y releyó todo lo sucedido a raíz dehaber rehusado Wickham a la rectoría, a cambio de lo cual había recibido una suma tan considerable como tres mil libras, no pudo menosque volver a dudar. Dobló la carta y pesó todas las circunstancias con su pretendida imparcialidad, meditando sobre las probabilidades desinceridad de cada relato, pero no adelantónada; de uno y otro lado no encontraba másque afirmaciones. Se puso a leer de nuevo, perocada línea probaba con mayor claridad queaquel asunto que ella no creyó que pudiese serexplicado más que como una infamia en detrimento del proceder de Darcy, era susceptiblede ser expuesto de tal modo que dejaba a Darcytotalmente exento de culpa.Lo de los vicios y la prodigalidad que Darcy novacilaba en imputarle a Wickham, la indignabaen exceso, tanto más cuanto que no tenía pruebas para rebatir el testimonio de Darcy. Elizabeth no había oído hablar nunca de Wickhamantes de su ingreso en la guarnición del condado, a lo cual le había inducido su encuentrocasual en Londres con un joven a quien sóloconocía superficialmente. De su antigua vidano se sabía en Hertfordshire más que lo que élmismo había contado. En cuanto a su verdade-ro carácter, y a pesar de que Elizabeth tuvoocasión de analizarlo, nunca sintió deseos dehacerlo; su aspecto, su voz y sus modales ledotaron instantáneamente de todas las virtudes. Trató de recordar algún rasgo de nobleza,algún gesto especial de integridad o de bondadque pudiese librarle de los ataques de Darcy, o,por lo menos, que el predominio de buenascualidades le compensara de aquellos errorescasuales, que era como ella se empeñaba encalificar lo que Darcy tildaba de holgazanería einmoralidad arraigados en él desde siempre. Seimaginó a Wickham delante de ella, y lo recordó con todo el encanto de su trato, peroaparte de la aprobación general de que disfrutaba en la localidad y la consideración que porsu simpatía había ganado entre sus camaradas,Elizabeth no pudo hallar nada más en su favor.Después de haber reflexionado largo rato sobreeste punto, reanudó la lectura. Pero lo que venía a continuación sobre la aventura con la señorita Darcy fue confirmado en parte por la con-versación que Elizabeth había tenido la mañanaanterior con el coronel Fitzwilliam; y, al final dela carta, Darcy apelaba, para probar la verdadde todo, al propio coronel, cuya intervención entodos los asuntos de su primo Elizabeth conocíapor anticipado, y cuya veracidad no tenía motivos para poner en entredicho. Estuvo a puntode recurrir a él, pero se contuvo al pensar loviolento que sería dar ese paso; desechándolo,al fin, convencida de que Darcy no se habríaarriesgado nunca a proponérselo sin tener laabsoluta seguridad de que su primo corroboraría sus afirmaciones.Recordaba perfectamente todo lo que Wickhamle dijo cuando hablaron por primera vez encasa del señor Philips; muchas de sus expresiones estaban aún íntegramente en su memoria.Ahora se daba cuenta de lo impropio de talesconfidencias a una persona extraña y se admiraba de no haber caído antes en ello. Veía lafalta de delicadeza que implicaba el ponerse enevidencia de aquel modo, y la incoherencia de sus declaraciones con su conducta. Se acordabade que se jactó de no temer ver a Darcy y deque éste tendría que irse, pero que él no se movería, lo que no le impidió evadirse para noasistir al baile de Netherfield a la semana siguiente. También recordaba que hasta que lafamilia de Netherfield no había abandonado elcondado, no contó su historia nada más que aella, pero desde su marcha, la citada historiacorrió de boca en boca, y Wickham no tuvo elmenor escrúpulo en hundir la reputación deDarcy, por más que anteriormente le había asegurado a Elizabeth que el respeto al padre leimpediría siempre agraviar al hijo.¡Qué diferente le parecía ahora todo lo que serefería a Wickham! Sus atenciones para con laseñorita King eran ahora única y exclusivamente la consecuencia de sus odiosas perspectivasde cazador de dotes, y la mediocridad de lafortuna de la señorita ya no eran la prueba de lamoderación de sus ambiciones, sino el afán deagarrarse a cualquier cosa. Su actitud con Eli-zabeth no podía tener ahora un motivo aceptable: o se había engañado al principio en cuantoa sus bienes, o había tratado de halagar su propia vanidad alimentando la preferencia que ellale demostró incautamente. Todos los esfuerzosque hacía para defenderle se iban debilitandoprogresivamente. Y para mayor justificación deDarcy, no pudo menos que reconocer que Bingley, al ser interrogado por Jane, proclamótiempo atrás la inocencia de Darcy en aquelasunto; que por muy orgulloso y repelente quefuese, nunca, en todo el curso de sus relacionescon él ––relaciones que últimamente les habíanacercado mucho, permitiéndole a ella conocermás a fondo su carácter––, le había visto hacernada innoble ni injusto, nada por lo que pudiera tachársele de irreligioso o inmoral; que entresus amigos era apreciado y querido, y que hasta el mismo Wickham había reconocido que eraun buen hermano. Ella también le había oídohablar de su hermana con un afecto tal quedemostraba que tenía buenos sentimientos. Si hubiese sido como Wickham le pintaba, capazde tal violación de todos los derechos, habríasido difícil que nadie lo supiera, y la amistadentre un ser semejante y un hombre tan amablecomo Bingley habría sido incomprensible.Llegó a avergonzarse de sí misma. No podíapensar en Darcy ni en Wickham sin reconocerque había sido parcial, absurda, que había estado ciega y llena de prejuicios.«¡De qué modo tan despreciable he obrado ––pensó––, yo que me enorgullecía de mi perspicacia! ¡Yo que me he vanagloriado de mi talento, que he desdeñado el generoso candor de mihermana y he halagado mi vanidad con recelosinútiles o censurables! ¡Qué humillante es todoesto, pero cómo merezco esta humillación! Sihubiese estado enamorada de Wickham, nohabría actuado con tan lamentable ceguera.Pero la vanidad, y no el amor, ha sido mi locura. Complacida con la preferencia del uno yofendida con el desprecio del otro, me he entregado desde el principio a la presunción y a la ignorancia, huyendo de la razón en cuanto setrataba de cualquiera de los dos. Hasta estemomento no me conocía a mí misma.»De sí misma a Jane y de Jane a Bingley, suspensamientos recorrían un camino que notardó en conducirla a recordar que la explicación que Darcy había dado del asunto de éstosle había parecido muy insuficiente, y volvió aleerla. El efecto de esta segunda lectura fuemuy diferente. ¿Cómo no podía dar crédito a loque Darcy decía sobre uno de los puntos, si sehabía visto forzada a dárselo en el otro? Darcydeclaraba haber sospechado siempre que Janeno sentía ningún amor por Bingley, y Elizabethrecordó cuál había sido la opinión de Charlotte.Tampoco podía discutir la exactitud de su descripción de Jane; a Elizabeth le constaba que lossentimientos de su hermana, aunque fervientes,habían sido poco exteriorizados; y que la constante complacencia en su aire y maneras a menudo no iba unida a una gran sensibilidad. Cuando llegó a la parte de la carta donde Darcymencionaba a su familia en términos de tanhumillantes aunque merecidos reproches, Elizabeth sintió verdadera vergüenza. La justiciade sus acusaciones le parecía demasiado evidente para que pudiera negarla, y las circunstancias a las que aludía en particular como ocurridas en el baile de Netherfield, no le podíanhaber impresionado a él más de lo que le habían abochornado a ella.El elogio que Darcy les tributaba a ella y a suhermana no le pasó inadvertido. La halagó,pero no pudo consolarse por el desprecio queimplicaba para el resto de la familia; y al considerar que los sinsabores de Jane habían sido enrealidad obra de su misma familia, y al reflexionar en lo mal parado que había de quedarel crédito de ambas por aquella conducta impropia, sintió un abatimiento que hasta entonces no había conocido.Después de andar dos horas a lo largo del camino dando vueltas a la diversidad de sus pen-samientos, considerando de nuevo los hechos,determinando posibilidades y haciéndose paulatinamente a tan repentino e importante cambio, la fatiga y el acordarse del tiempo que hacía que estaba fuera la hicieron regresar a la casa. Entró en ella con el propósito de aparentarsu alegría de siempre y resuelta a reprimir lospensamientos que la asediaban, ya que de otraforma no sería capaz de mantener conversaciónalguna.Le dijeron que lo dos caballeros de Rosingshabían estado allí durante su ausencia; Darcysólo por breves instantes, para despedirse; peroque el coronel Fitzwilliam se había quedadouna hora por lo menos, para ver si ella llegabay casi dispuesto a ir en su busca. A Elizabethapenas le afectaba la partida del coronel; enrealidad se alegraba. Sólo podía pensar en lacarta de Darcy. 

Orgullo y PrejuicioWhere stories live. Discover now