CAPÍTULO XLIII

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Elizabeth divisó los bosques de Pemberley concierta turbación, y cuando por fin llegaron a lapuerta, su corazón latía fuertemente.La finca era enorme y comprendía gran variedad de tierras. Entraron por uno de los puntosmás bajos y pasearon largamente a través de unhermoso bosque que se extendía sobre su amplia superficie.La mente de Elizabeth estaba demasiado ocupada para poder conversar; pero observaba yadmiraba todos los parajes notables y todas lasvistas. Durante media milla subieron una cuesta que les condujo a una loma considerabledonde el bosque se interrumpía y desde dondevieron en seguida la casa de Pemberley, situadaal otro lado del valle por el cual se deslizaba uncamino algo abrupto. Era un edificio de piedra,amplio y hermoso, bien emplazado en un altozano que se destacaba delante de una cadenade elevadas colinas cubiertas de bosque, y teníaenfrente un arroyo bastante caudaloso quecorría cada vez más potente, completamente natural y salvaje. Sus orillas no eran regularesni estaban falsamente adornadas con obras dejardinería. Elizabeth se quedó maravillada.Jamás había visto un lugar más favorecido porla naturaleza o donde la belleza natural estuviese menos deteriorada por el mal gusto. Todos estaban llenos de admiración, y Elizabethcomprendió entonces lo que podría significarser la señora de Pemberley.Bajaron la colina, cruzaron un puente y siguieron hasta la puerta. Mientras examinaban elaspecto de la casa de cerca, Elizabeth temió otravez encontrarse con el dueño. ¿Y si la camarerase hubiese equivocado? Después de pedir permiso para ver la mansión, les introdujeron en elvestíbulo. Mientras esperaban al ama de llaves,Elizabeth tuvo tiempo para maravillarse deencontrarse en semejante lugar.El ama de llaves era una mujer de edad, de aspecto respetable, mucho menos estirada y mucho más cortés de lo que Elizabeth había imaginado. Los llevó al comedor. Era una pieza de buenas proporciones y elegantemente amueblada. Elizabeth la miró ligeramente y se dirigió a una de las ventanas para contemplar lavista. La colina coronada de bosque por la quehabían descendido, a distancia resultaba másabrupta y más hermosa. Toda la disposición delterreno era buena; miró con delicia aquel paisaje: el arroyo, los árboles de las orillas y la curvadel valle hasta donde alcanzaba la vista. Al pasar a otras habitaciones, el paisaje aparecía enángulos distintos, pero desde todas las ventanas se divisaban panoramas magníficos. Laspiezas eran altas y bellas, y su mobiliario estabaen armonía con la fortuna de su propietario.Elizabeth notó, admirando el gusto de éste, queno había nada llamativo ni cursi y que habíaallí menos pompa pero más elegancia que enRosings.«¡Y pensar ––se decía–– que habría podido serdueña de todo esto! ¡Estas habitaciones podríanahora ser las mías! ¡En lugar de visitarlas comouna forastera, podría disfrutarlas y recibir en ellas la visita de mis tíos! Pero no ––repuso recobrándose––, no habría sido posible, hubiesetenido que renunciar a mis tíos; no se mehubiese permitido invitarlos.»Esto la reanimó y la salvó de algo parecido alarrepentimiento.Quería averiguar por el ama de llaves si su amoestaba de veras ausente, pero le faltaba valor.Por fin fue su tío el que hizo la pregunta y Elizabeth se volvió asustada cuando la señoraReynolds dijo que sí, añadiendo:––Pero le esperamos mañana. Va a venir conmuchos amigos.Elizabeth se alegró de que su viaje no se hubiese aplazado un día por cualquier circunstancia.Su tía la llamó para que viese un cuadro. Elizabeth se acercó y vio un retrato de Wickhamencima de la repisa de la chimenea entre otrasminiaturas. Su tía le preguntó sonriente qué leparecía. El ama de llaves vino a decirles queaquel era una joven hijo del último administra-dor de su señor, educado por éste a expensassuyas.––Ahora ha entrado en el ejército ––––añadió––y creo que es un bala perdida.La señora Gardiner miró a su sobrina con unasonrisa, pero Elizabeth se quedó muy seria.––Y éste ––dijo la señora Reynolds indicandootra de las miniaturas–– es mi amo, y está muyparecido. Lo pintaron al mismo tiempo que elotro, hará unos ocho años.––He oído hablar mucho de la distinción de suamo ––replicó la señora Gardiner contemplando el retrato––, es guapo. Elizabeth, dime siestá o no parecido.El respeto de la señora Reynolds hacia Elizabeth pareció aumentar al ver que conocía a suseñor ––¿Conoce la señorita al señor Darcy?Elizabeth se sonrojó y respondió:––Un poco.––¿Y no cree la señorita que es un caballeromuy apuesto?––Sí, muy guapo. ––Juraría que es el más guapo que he visto;pero en la galería del piso de arriba verán ustedes un retrato suyo mejor y más grande. Estecuarto era el favorito de mi anterior señor, yestas miniaturas están tal y como estaban envida suya. Le gustaban mucho.Elizabeth se explicó entonces porque estabaentre ellas la de Wickham.La señora Reynolds les enseñó entonces unretrato de la señorita Darcy, pintado cuandosólo tenía ocho años.––¿Y la señorita Darcy es tan guapa como suhermano?––¡Oh, sí! ¡Es la joven más bella que se hayavisto jamás! ¡Y tan aplicada! Toca y canta todoel día. En la siguiente habitación hay un pianonuevo que le acaban de traer, regalo de mi señor. Ella también llegará mañana con él.El señor Gardiner, con amabilidad y destreza,le tiraba de la lengua, y la señora Reynolds, pororgullo y por afecto, se complacía evidentemente en hablar de su señor y de la hermana. ––¿Viene su señor muy a menudo a Pemberleya lo largo del año?––No tanto como yo querría, señor; pero diríaque pasa aquí la mitad del tiempo; la señoritaDarcy siempre está aquí durante los meses deverano. «Excepto ––pensó Elizabeth–– cuandova a Ramsgate.»––Si su amo se casara, lo vería usted más.––Sí, señor; pero no sé cuando será. No sé sihabrá alguien que lo merezca.Los señores Gardiner se sonrieron. Elizabeth nopudo menos que decir:––Si así lo cree, eso dice mucho en favor delseñor Darcy.––No digo más que la verdad y lo que diríacualquiera que le conozca ––replicó la señoraReynolds. Elizabeth creyó que la cosa estabayendo demasiado lejos, y escuchó con crecienteasombro lo que continuó diciendo el ama dellaves.––Nunca en la vida tuvo una palabra de enojoconmigo. Y le conozco desde que tenía cuatro años. Era un elogio más importante que todoslos otros y más opuesto a lo que Elizabeth pensaba de Darcy. Siempre creyó firmemente queera hombre de mal carácter. Con viva curiosidad esperaba seguir oyendo lo que decía elama, cuando su tío observó:––Pocas personas hay de quienes se pueda decir eso. Es una suerte para usted tener un señorasí.––Sí, señor; es una suerte. Aunque diese lavuelta al mundo, no encontraría otro mejor.Siempre me he fijado en que los que son bondadosos de pequeños, siguen siéndolo de mayores. Y el señor Darcy era el niño más dulce ygeneroso de la tierra.Elizabeth se quedó mirando fijamente a la anciana: «¿Puede ser ése Darcy?», pensó.––Creo que su padre era una excelente persona––agregó la señora Gardiner.––Sí, señora; sí que lo era, y su hijo es exactamente como él, igual de bueno con los pobres. Elizabeth oía, se admiraba, dudaba y deseabasaber más. La señora Reynolds no lograba llamar su atención con ninguna otra cosa. Erainútil que le explicase el tema de los cuadros,las dimensiones de las piezas y el valor del mobiliario. El señor Gardiner, muy divertido antelo que él suponía prejuicio de familia y queinspiraba los rendidos elogios de la anciana asu señor, no tardó en insistir en sus preguntas,y mientras subían la gran escalera, la señoraReynolds siguió ensalzando los muchos méritos de Darcy.––Es el mejor señor y el mejor amo que puedahaber; no se parece a los atolondrados jóvenesde hoy en día que no piensen más que en símismos. No hay uno solo de sus colonos ycriados que no le alabe. Algunos dicen que esorgulloso, pero yo nunca se lo he notado. Mefiguro que lo encuentran orgulloso porque noes bullanguero como los demás.«En qué buen lugar lo sitúa todo esto», pensóElizabeth. ––Tan delicado elogio ––cuchicheó su tía mientras seguían visitando la casa–– no se avienecon lo que hizo a nuestro pobre amigo.––Tal vez estemos equivocados.––No es probable; lo sabemos de muy buenatinta. En el amplio corredor de arriba se lesmostró un lindo aposento recientemente adornado con mayor elegancia y tono más claro quelos departamentos inferiores, y se les dijo quetodo aquello se había hecho para complacer a laseñorita Darcy, que se había aficionado a aquella habitación la última vez que estuvo en Pemberley.––Es realmente un buen hermano ––dijo Elizabeth dirigiéndose a una de las ventanas.La señora Reynolds dijo que la señorita Darcyse quedaría encantada cuando viese aquellahabitación.––Y es siempre así ––añadió––, se desvive porcomplacer a su hermana. No hay nada que nohiciera por ella. Ya no quedaban por ver más que la galería depinturas y dos o tres de los principales dormitorios. En la primera había varios cuadros buenos, pero Elizabeth no entendía nada de arte, yentre los objetos de esa naturaleza que ya habíavisto abajo, no miró más que unos cuantos dibujos en pastel de la señorita Darcy de temamás interesante y más inteligible para ella.En la galería había también varios retratos defamilia, pero no era fácil que atrajesen la atención de un extraño. Elizabeth los recorrió buscando el único retrato cuyas facciones podíareconocer. Al llegar a él se detuvo, notando susorprendente exactitud. El rostro de Darcy tenía aquella misma sonrisa que Elizabeth le habíavisto cuando la miraba. Permaneció varios minutos ante el cuadro, en la más atenta contemplación, y aun volvió a mirarlo antes deabandonar la galería. La señora Reynolds lecomunicó que había sido hecho en vida delpadre de Darcy. Elizabeth sentía en aquellos momentos muchamayor inclinación por el original de la que había sentido en el auge de sus relaciones. Las alabanzas de la señora Reynolds no eran ningunanimiedad. ¿Qué elogio puede ser más valiosoque el de un criado inteligente? ¡Cuánta gentetenía puesta su felicidad en las manos de Darcyen calidad de hermano, de propietario y deseñor! ¡Cuánto placer y cuánto dolor podíaotorgar! ¡Cuánto mal y cuánto bien podíahacer! Todo lo dicho por el ama de llaves leenaltecía. Al estar ante el lienzo en el que élestaba retratado, le pareció a Elizabeth que susojos la miraban, y pensó en su estima hacia ellacon una gratitud mucho más profunda de laque antes había sentido; Elizabeth recordó lafuerza y el calor de sus palabras y mitigó sufalta de decoro.Ya habían visto todo lo que mostraba al públicode la casa; bajaron y se despidieron del ama dellaves, quien les confió a un jardinero que esperaba en la puerta del vestíbulo. Cuando atravesaban la pradera camino delarroyo, Elizabeth se volvió para contemplar denuevo la casa. Sus tíos se detuvieron también, ymientras el señor Gardiner se hacía conjeturassobre la época del edificio, el dueño de éstesalió de repente de detrás de la casa por el sendero que conducía a las caballerizas.Estaban a menos de veinte yardas, y su aparición fue tan súbita que resultó imposible evitarque los viera. Los ojos de Elizabeth y Darcy seencontraron al instante y sus rostros se cubrieron de intenso rubor. Él paró en seco y duranteun momento se quedó inmóvil de sorpresa; serecobró en seguida y, adelantándose hacia losvisitantes, habló a Elizabeth, si no en términosde perfecta compostura, al menos con absolutacortesía.Ella se había vuelto instintivamente, pero alacercarse él se detuvo y recibió sus cumplidoscon embarazo. Si el aspecto de Darcy a primeravista o su parecido con los retratos que acababan de contemplar hubiesen sido insuficientes para revelar a los señores Gardiner que teníanal propio Darcy ante ellos, el asombro del jardinero al encontrarse con su señor no les habríadejado lugar a dudas. Aguardaron a cierta distancia mientras su sobrina hablaba con él. Elizabeth, atónita y confusa, apenas se atrevía aalzar los ojos hacia Darcy y no sabía qué contestar a las preguntas que él hacía sobre su familia.Sorprendida por el cambio de modales desdeque se habían separado por última vez, cadafrase que decía aumentaba su cohibición, y como entre tanto pensaba en lo impropio dehaberse encontrado allí, los pocos momentosque estuvieron juntos fueron los más intranquilos de su existencia. Darcy tampoco parecíamás dueño de sí que ella; su acento no teníanada de la calma que le era habitual, y seguíapreguntándole cuándo había salido de Longbourn y cuánto tiempo llevaba en Derbyshire,con tanto desorden, y tan apresurado, que a lasclaras se veía la agitación de sus pensamientos. Por fin pareció que ya no sabía qué decir; permaneció unos instantes sin pronunciar palabra,se reportó de pronto y se despidió.Los señores Gardiner se reunieron con Elizabeth y elogiaron la buena presencia de Darcy;pero ella no oía nada; embebida en sus pensamientos, los siguió en silencio. Se hallaba dominaba por la vergüenza y la contrariedad.¿Cómo se le había ocurrido ir allí? ¡Había sidola decisión más desafortunada y disparatadadel mundo! ¡Qué extraño tenía que parecerle aDarcy! ¡Cómo había de interpretar aquello unhombre ––tan vanidoso! Su visita a Pemberleyparecería hecha adrede para ir en su busca.¿Por qué habría ido? ¿Y él, por qué habría venido un día antes? Si ellos mismos hubiesenllegado a Pemberley sólo diez minutos mástemprano, no habrían coincidido, pues era evidente que Darcy acababa de llegar, que enaquel instante bajaba del caballo o del coche.Elizabeth no dejaba de avergonzarse de su desdichado encuentro. Y el comportamiento de Darcy, tan notablemente cambiado, ¿qué podíasignificar? Era sorprendente que le hubiesedirigido la palabra, pero aún más que lo hiciesecon tanta finura y que le preguntase por su familia. Nunca había visto tal sencillez en susmodales ni nunca le había oído expresarse contanta gentileza. ¡Qué contraste con la últimavez que la abordó en la finca de Rosings paraponer en sus manos la carta! Elizabeth no sabíaqué pensar ni cómo juzgar todo esto.Entretanto, habían entrado en un hermoso paseo paralelo al arroyo, y a cada paso aparecíaante ellos un declive del terreno más bello ouna vista más impresionante de los bosques alos que se aproximaban. Pero pasó un tiempohasta que Elizabeth se diese cuenta de todoaquello, y aunque respondía mecánicamente alas repetidas preguntas de sus tíos y parecíadirigir la mirada a los objetos que le señalaban,no distinguía ninguna parte del paisaje. Suspensamientos no podían apartarse del sitio dela mansión de Pemberley, cualquiera que fuese, en donde Darcy debía de encontrarse. Anhelaba saber lo que en aquel momento pasaba porsu mente, qué pensaría de ella y si todavía laquerría. Puede que su cortesía obedeciera únicamente a que ya la había olvidado; pero habíaalgo en su voz que denotaba inquietud. Nopodía adivinar si Darcy sintió placer o pesar alverla; pero lo cierto es que parecía desconcertado.Las observaciones de sus acompañantes sobresu falta de atención, la despertaron y le hicieroncomprender que debía aparentar serenidad.Penetraron en el bosque y alejándose del arroyopor un rato, subieron a uno de los puntos máselevados, desde el cual, por los claros de losárboles, podía extenderse la vista y apreciarmagníficos panoramas del valle y de las colinasopuestas cubiertas de arboleda, y se divisabantambién partes del arroyo. El señor Gardinerhubiese querido dar la vuelta a toda la finca,pero temía que el paseo resultase demasiadolargo. Con sonrisa triunfal les dijo el jardinero que la finca tenía diez millas de longitud, por loque decidieron no dar la vuelta planeada, y sedirigieron de nuevo a una bajada con árbolesinclinados sobre el agua en uno de los puntosmás estrechos del arroyo. Lo cruzaron por unpuente sencillo en armonía con el aspecto general del paisaje. Aquel paraje era el menos adornado con artificios de todos los que habían visto. El valle, convertido aquí en cañada, sólodejaba espacio para el arroyo y para un estrecho paseo en medio del rústico soto que lo bordeaba. Elizabeth quería explorar sus revueltas,pero en cuanto pasaron el puente y pudieronapreciar lo lejos que estaban de la casa, la señora Gardiner, que no era amiga de caminar, noquiso seguir adelante y sólo pensó en volver alcoche lo antes posible. Su sobrina se vio obligada a ceder y emprendieron el regreso hacia lacasa por el lado opuesto al arroyo y por el camino más corto. Pero andaban muy despacioporque el señor Gardiner era aficionado a lapesca, aunque pocas veces podía dedicarse a ella, y se distraía cada poco acechando la aparición de alguna trucha y comentándolo con eljardinero. Mientras seguían su lenta marcha,fueron sorprendidos de nuevo; y esta vez elasombro de Elizabeth fue tan grande como laanterior al ver a Darcy encaminándose haciaellos y a corta distancia. Como el camino noquedaba tan oculto como el del otro lado, sevieron desde lejos. Por lo tanto, Elizabeth estaba más prevenida y resolvió demostrar tranquilidad en su aspecto y en sus palabras si realmente Darcy tenía intención de abordarles.Hubo un momento en que creyó firmementeque Darcy iba a tomar otro sendero, y su convicción duró mientras un recodo del camino leocultaba, pero pasado el recodo, Darcy aparecióante ellos. A la primera mirada notó que seguíatan cortés como hacía un momento, y para imitar su buena educación comenzó a admirar labelleza del lugar; pero no acababa de decir «delicioso» y «encantador», cuando pensó que el elogiar Pemberley podría ser mal interpretado.Cambió de color y no dijo más.La señora Gardiner venía un poco más atrás yDarcy aprovechó el silencio de Elizabeth paraque le hiciese el honor de presentarle a susamigos. Elizabeth no estaba preparada paraeste rasgo de cortesía, y no pudo evitar unasonrisa al ver que pretendía conocer a una deaquellas personas contra las que su orgullo sehabía rebelado al declarársele. «¿Cuál será susorpresa ––pensó–– cuando sepa quiénes son?Se figura que son gente de alcurnia.»Hizo la presentación al punto y, al mencionar elparentesco, miró rápidamente a Darcy para verel efecto que le hacía y esperó que huiría a todaprisa de semejante compañía. Fue evidente queDarcy se quedó sorprendido, pero se sobrepusoy en lugar de seguir su camino retrocedió contodos ellos y se puso a conversar con el señorGardiner. Elizabeth no pudo menos que sentirse satisfecha y triunfante. Era consolador queDarcy supiera que tenía parientes de los que no había por qué avergonzarse. Escuchó atentamente lo que decían y se ufanó de las frases yobservaciones de su tío que demostraban suinteligencia, su buen gusto y sus excelentesmodales.La conversación recayó pronto sobre la pesca, yElizabeth oyó que Darcy invitaba a su tío a ir apescar allí siempre que quisiera mientras estuviesen en la ciudad vecina, ofreciéndose inclusoa procurarle aparejos y señalándole los puntosdel río más indicados para pescar. La señoraGardiner, que paseaba del brazo de Elizabeth,la miraba con expresión de incredulidad. Elizabeth no dijo nada, pero estaba sumamente complacida; las atenciones de Darcy debían dirigirse a ella seguramente. Su asombro, sin embargo, era extraordinario y no podía dejar de repetirse: «¿Por qué estará tan cambiado? No puedeser por mí, no puede ser por mi causa que susmodales se hayan suavizado tanto. Mis reproches en Hunsford no pueden haber efectuado una transformación semejante. Es imposibleque aún me ame.»Después de andar un tiempo de esta forma, lasdos señoras delante y los dos caballeros detrás,al volver a emprender el camino, después deun descenso al borde del río para ver mejor unacuriosa planta acuática, hubo un cambio deparejas. Lo originó la señora Gardiner, que fatigada por el trajín del día, encontraba el brazode Elizabeth demasiado débil para sostenerla yprefirió, por lo tanto, el de su marido. Darcyentonces se puso al lado de la sobrina y siguieron así su paseo. Después de un corto silencio,Elizabeth tomó la palabra. Quería hacerle saberque antes de ir a Pemberley se había cercioradode que él no estaba y que su llegada les era totalmente inesperada.––Su ama de llaves ––añadió–– nos informóque no llegaría usted hasta mañana; y aun antes de salir de Bakewell nos dijeron que tardaría usted en volver a Derbyshire. Darcy reconoció que así era, pero unos asuntosque tenía que resolver con su administrador lehabían obligado a adelantarse a sus acompañantes.––Mañana temprano ––continuó–– se reunirántodos conmigo. Entre ellos hay conocidos suyosque desearán verla; el señor Bingley y sus hermanas.Elizabeth no hizo más que una ligera inclinación de cabeza. Se acordó al instante de la última vez que el nombre de Bingley había sidomencionado entre ellos, y a juzgar por la expresión de Darcy, él debía estar pensando en lomismo.––Con sus amigos viene también una personaque tiene especial deseo de conocerla a usted ––prosiguió al cabo de una pausa––. ¿Me permitirá, o es pedirle demasiado, que le presente ami hermana mientras están ustedes en Lambton?Elizabeth se quedó boquiabierta. No alcanzabaa imaginar cómo podía pretender aquello la señorita Darcy; pero en seguida comprendióque el deseo de ésta era obra de su hermano, ysin sacar más conclusiones, le pareció muyhalagador. Era grato saber que Darcy no leguardaba rencor.Siguieron andando en silencio, profundamenteabstraídos los dos en sus pensamientos. Elizabeth no podía estar tranquila, pero se sentíaadulada y complacida. La intención de Darcyde presentarle a su hermana era una gentilezaexcepcional. Pronto dejaron atrás a los otros y,cuando llegaron al coche, los señores Gardinerestaban a medio cuarto de milla de ellos.Darcy la invitó entonces a pasar a la casa, peroElizabeth declaró que no estaba cansada y esperaron juntos en el césped. En aquel rato podían haber hablado de muchas cosas, el silencioresultaba violento. Ella quería hablar pero teníala mente en blanco y todos los temas que se leocurrían parecían estar prohibidos. Al fin recordó su viaje, y habló de Matlock y Dove Dalecon gran perseverancia. El tiempo pasaba, su tía andaba muy despacio y la paciencia y lasideas de Elizabeth se agotaban antes de queacabara el tete––à––tete. Cuando llegaron losseñores Gardiner, Darcy les invitó a todos aentrar en la casa y tomar un refrigerio; peroellos se excusaron y se separaron con la mayorcortesía. Darcy les acompañó hasta el coche ycuando éste echó a andar, Elizabeth le vio encaminarse despacio hacia la casa.Entonces empezaron los comentarios de lostíos; ambos declararon que Darcy era superior acuanto podía imaginarse.––Su educación es perfecta y su elegancia ysencillez admirables ––dijo su tío.––Hay en él un poco de altivez ––añadió la tía -pero sólo en su porte, y no le sienta mal. Puedodecir, como el ama de llaves, que aunque se letache de orgulloso, no se le nota nada.––Su actitud con nosotros me ha dejado atónito.Ha estado más que cortés, ha estado francamente atento y nada le obligaba a ello. Su amistad con Elizabeth era muy superficial. ––Claro que no es tan guapo como Wickham ––repuso la tía––; o, mejor dicho, que no es tanbien plantado, pero sus facciones son perfectas.¿Cómo pudiste decirnos que era tan desagradable, Lizzy?Elizabeth se disculpó como pudo; dijo que alverse en Kent le había agradado más que antesy que nunca le había encontrado tan complaciente como aquella mañana.––Puede que sea un poco caprichoso en su cortesía ––replicó el tío––; esos señores tan encopetados suelen ser así. Por eso no le tomaré lapalabra en lo referente a la pesca, no vaya a serque otro día cambie de parecer y me eche de lafinca.Elizabeth se dio cuenta de que estaban completamente equivocados sobre su carácter, pero nodijo nada.––Después de haberle visto ahora, nunca habríacreído que pudiese portarse tan mal como lohizo con Wickham ––continuó la señora Gardiner––, no parece un desalmado. Al contrario, tiene un gesto muy agradable al hablar. Y haytambién una dignidad en su rostro que a nadiepodría hacer pensar que no tiene buen corazón.Pero, a decir verdad, la buena mujer que nosenseñó la casa exageraba un poco su carácter.Hubo veces que casi se me escapaba la risa. Loque pasa es que debe ser un amo muy generosoy eso, a los ojos de un criado, equivale a todaslas virtudes.Al oír esto, Elizabeth creyó que debía decir algoen defensa del proceder de Darcy con Wickham. Con todo el cuidado que le fue posible,trató de insinuarles que, por lo que había oídodecir a sus parientes de Kent, sus actos podíaninterpretarse de muy distinto modo, y que ni sucarácter era tan malo ni el de Wickham tanbueno como en Hertfordshire se había creído.Para confirmar lo dicho les refirió los detallesde todas las transacciones pecuniarias que habían mediado entre ellos, sin mencionar cómo lohabía sabido, pero afirmando que era rigurosamente cierto. A la señora Gardiner le sorprendió y sintió curiosidad por el tema, pero como en aquel momento se acercaban al escenario de sus antiguosplaceres, cedió al encanto de sus recuerdos y yano hizo más que señalar a su marido todos loslugares interesantes y sus alrededores. A pesarde lo fatigada que estaba por el paseo de la mañana, en cuanto cenaron salieron en busca deantiguos conocidos, y la velada transcurrió conla satisfacción de las relaciones reanudadas después de muchos años de interrupción.Los acontecimientos de aquel día habían sidodemasiado arrebatadores para que Elizabethpudiese prestar mucha atención a ninguno deaquellos nuevos amigos, y no podía más quepensar con admiración en las amabilidades deDarcy, y sobre todo en su deseo de que conociera a su hermana. 

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