Capítulo 11

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   La celebración se acercaba, y pese a las quejas de Sabina, su suegro insistió en comprarle un vestido.

—Querida, no puedo consentir que te presentes con un atuendo viejo, y sin gracia. Eres una Mozzi ahora, ¡nos representas! —le persuadió Pietro.

La modista tomó sus medidas y le hizo escoger la tela.

Sabina no era muy dada para esas cuestiones, siendo que, de sus ascendientes aristócratas, solo había heredado un buen apellido, y se había criado dentro de un hogar bastante modesto, en el que, debido a las deudas de su padre, nunca hubo dinero disponible para satisfacer sus vanidades femeninas. Ella y su madre tenían pocos vestidos, los cuales modificaban cada temporada con la ayuda de una costurera de su confianza, que le agregaba listones u otro adorno, para que así se vieran diferente ante sus distinguidas amistades. Le enseñaron a aparentar y mentir desde niña, pero a pesar de eso, ella seguía siendo honrada, y se alegraba de que con Lorenzo no tuviera que seguir con las patrañas, porque él estaba al tanto sobre los vicios de su padre, y las dificultades económicas que había atravesado su familia.

Acudió a su marido para zanjar el asunto. Lo encontró dentro de sus aposentos, sentado sobre la cama mientras hacía garabatos en su libreta. Sostenía un carboncillo, y lo movía sobre el papel de un modo que resultaba admirable. Sabina lo observó por unos minutos, fascinada por su talento, pero luego, cuando él la noto, dejó todo a un lado, y le prestó su atención.

—¿Qué color crees que me luciría mejor? —preguntó, exhibiendo las muestras de tela.

Lorenzo se levantó de la cama y se aproximó a ella.

—Déjame ver —contestó, tomando los retazos. Les tanteó con sus dedos, percibiéndolos suaves. Luego, en un gesto provocador, deslizó los tirantes del vestido de su esposa, exponiendo sus hombros y su tierna piel.

—¡Lorenzo!... La modista está abajo, esperando mi respuesta —dijo ella, riéndose con nerviosismo.

Él le besó por su hombro izquierdo, mordisqueó su cuello, y tomó sus labios en un ósculo voluptuoso, antes de hacer su elección.

—Azul —susurró en su oído.

—¿Estás seguro?

—Sí, muy seguro.

*

   Se sintió extraña al contemplarse en el espejo, no se reconocía con aquel vestido tan ostentoso que cargaba encima, ni con el cabello, como lo llevaba, peinado en bucles. Con nerviosismo, salió del cuarto, y atravesó el pasillo que la llevó hasta el salón principal de la casa. Allí, se reunió con los caballeros. Al verla, Pietro se desvivió en halagos hacia su persona, y Sabina le sonrió con timidez. Su marido, por su parte, se mantuvo callado, aunque sin apartar los ojos de la silueta de su cuerpo.

—Eres la viva imagen de afrodita —le expresó con ardor, cuando subieron a la góndola.

—¿Qué cosas dices? Eres católico, no deberías comparar a tu esposa con una diosa pagana —contestó Sabina, empleando un tono de voz que era jocoso.

Lorenzo sonrió, después, le tomó por su cadera, atrayéndole hacia sí.

—Tú en realidad no te das cuenta, ¿cierto? —le dijo—. De cómo me embrujas con tu belleza, y de cuanto me excitas.

Sabina se sonrojó, aun en la penumbra, él notó la sangre acumulada en sus pálidas mejillas. Se inclinó, y le cubrió los labios con un beso, que pronto avivó a la dama.

—¡No podemos hacer esto aquí!, a la vista de todos. —Ella le aferró por el pelo, y apoyó su frente contra la de él, sintiéndose ofuscada—. ¿Qué va a pensar tu padre?

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