Capítulo 33

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    Lorenzo perdió la consciencia, y vagó en el mar por varios días, sin haber ingerido comida y con una herida abierta. La corriente le arrastraba a un rumbo desconocido, y su muerte parecía inminente, hasta que ocurrió un milagro. Un viejo pescador que deambulaba por el arrecife, advirtió el cuerpo que flotaba sobre el agua. Le creyó muerto, pero de igual manera le subió a su bote. Luego, el anciano se dio cuenta de que el muchacho aún respiraba. Le trasladó hasta su casa y le proveyó de atención médica. Días después, este despertó. Se mostró aterrado y confundido, decía no poder recordar su identidad. Era alto, de cabellos rizados y ojos claros; pese a la desnutrición, su cuerpo aún era atlético y sus manos eran lisas, sin callosidades o cicatrices. Eran las extremidades de un signor, no de un peón, y por eso, el pescador concluyó que aquel muchacho habría de tener una ascendencia ilustre.

«¿Cómo había llegado a parar en aquel lugar?», se preguntó.

Su esposa le pidió que lo echara a la calle.

—Puede tratarse de un pirata o de un fugitivo, no podemos dejar que se quede, ¡es peligroso!

—Mujer, tan solo míralo. El pobre está herido y siquiera recuerda su nombre. Si le dejamos ir de aquí, terminará siendo presa de algún rufián... Se quedará hasta que pueda ser capaz de valerse por sí mismo —decidió el pescador.

Las semanas transcurrieron y poco a poco, Lorenzo recuperó su fuerza física. Aunque desgraciadamente, seguía sin recobrar su memoria. A él llegaban fragmentos vagos, olores, sabores, sonidos y rostros. En sus sueños, cuando era más vulnerable, una bella mujer le acechaba. Su voz era suave y sus ojos cálidos; se percibía perfecta entre sus brazos y le hacía sentir a salvo, en casa, pero al despertar volvía a estar solo. ¿Era la mujer real?, o ¿su defectuosa mente le estaba jugando una mala pasada?

Al correr los meses, pidió al buen hombre que le permitiera retribuir con trabajo todas sus atenciones. Cada mañana y cada tarde, Lorenzo vendía el pescado en el puerto, y fue precisamente allí donde tuvo lugar aquel encuentro inesperado.

—¡Signor Lorenzo! —un individuo se dirigió a él, y la mención de aquel nombre le hizo sentir nervioso.

—Creo que usted está confundido.

—¡Por supuesto que no! Le conozco desde que era un niño y no podría olvidar las facciones de su rostro, aunque lo quisiera. Estoy muy seguro de que usted es Lorenzo Mozzi, quien fuera mi patrón —dijo el hombre mientras le observaba, y al notar el desconocimiento en su mirada, comprendió lo que ocurría —. Usted no me recuerda, ¿cierto?

—No, no lo hago. En realidad, no recuerdo nada sobre mi pasado. Un pescador me halló vagando en el mar...

—No se angustie, yo le ayudaré... Debo irme, he de cumplir con mis deberes, pero esta noche búsqueme en la taberna del tuerto. ¿Sabe dónde está?

—Sí, sé llegar a la taberna.

—Bien, hasta entonces signor Lorenzo.

«Lorenzo... Lorenzo Mozzi» —repitió el nombre, y mientras más veces lo decía, más familiar este le resultaba.

Al anochecer, se escabulló de la casa del pescador y deambuló por las calles hasta llegar al lugar acordado.

La taberna del tuerto era un establecimiento de muy mala reputación, frecuentado por delincuentes y libertinos. Al entrar, ubicó al tal Marco. Quien le invitó a sentarse a su mesa y tomar juntos un par de copas.

—Trabajo para un lord que tiene un feudo cerca de aquí, y tengo arrendado un cuartito arriba de esta taberna. El dueño es un buen amigo mío —le explicó—. Dígame, ¿qué desea saber sobre su pasado?

—Todo —contestó Lorenzo.

—Temo que hay cosas que solo sus parientes pueden saber.

—Hábleme sobre ellos —pidió, y Marco le contó una larga historia. Le habló sobre sus padres y sus hermanos, así como de su matrimonio.

—¡Tengo una esposa!

—Sí, y es hermosa. Se casó por conveniencia, pero llegó a amarla, y ella a usted. Su nombre es Sabina, y debe estar sufriendo por su ausencia.

—Sabina —pronunció, y el rostro de la mujer de sus sueños retuvo sus pensamientos.

—También tiene un hijo.

«¡Un hijo!»

Era demasiado por procesar, y le provocó un terrible dolor de cabeza.

—¿Se encuentra usted bien? —indagó Marco al notar su débil estado.

—Sí, es solo que... Usted habla, pero nada de eso tiene sentido para mí. Es como si se tratase de la vida de un desconocido.

—Comprendo que todo esto ha de resultarle difícil, ¡pero no puede quedarse aquí!, usted debe volver a Venecia, para estar con los suyos.

—¿Cómo hacerlo?, si usted mismo me ha dicho que estoy siendo perseguido por la Guardia veneciana. Apenas traspase los límites de la ciudad, estos me aprehenderán.

—Sí, eso es lo que escuché. Que usted asesinó a un hombre poderoso y que por eso fue sentenciado. Iba caminó a Inglaterra cuando el barco que le transportaba naufragó. Debió haber sufrido algún golpe en la cabeza, de allí su pérdida de memoria —concluyó Marco—. Conozco a algunas personas, signor. Mercenarios que por unas cuantas monedas de oro le ayudarían a evadir a la Guardia y a entrar a la ciudad.

—Yo no cuento con dinero suficiente para pagarles a esos mercenarios.

—Pero yo sí... Tengo algunas monedas de oro ahorradas, creo que eso puede bastar —le ofreció.

—¿Por qué haría tal cosa? —refutó Lorenzo desconfiado.

—Porque me siento en deuda con usted. Hace algún tiempo, yo lo traicioné, y usted fue compasivo conmigo. ¡Me perdonó la vida!, y ahora, yo le ayudaré a recuperar la suya.


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