Capítulo 37

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    —Stefano tiene un plan, dice que puedo apelar mi sentencia en Roma ante el Santo Padre, y de esa manera obtener una absolución—explicó Lorenzo con calma—, pero deberemos partir mañana mismo, de ser posible. Marco también vendrá con nosotros. Nos desplazaremos en barco con la ayuda de los mismos mercenarios que nos trajeron hasta Venecia.

—Llévame contigo —pidió Sabina.

—Es un viaje peligroso.

—Corremos más riesgo al estar separados. Juntos, tú y yo, somos invencibles, pero al distanciarnos somos débiles. ¡Nos necesitamos! —Le acarició el rostro con ambas manos—. Por favor, mi amor, no me dejes.

—¿Qué hay de nuestro hijo?, quien aún es pequeño y requiere de cuidados.

—Le llevaremos con nosotros.

—Sabina, esto es una locura —refutó Lorenzo, aunque ya estaba convencido—, pero hablaré con Stefano para que organice todo.

Ella sonrió.

—Gracias —expresó fervorosa, dándole un beso.

Le resultaba dulce, muy tierna y al mismo tiempo, sincera y llena de fuego. No se callaba nada y en su mirada, Lorenzo descifraba cada una de sus emociones. Lograba comprenderla como a ninguna otra persona, y confiaba en ella plenamente. El vínculo que les unía era apasionado y poderoso, un lazo que parecía entrelazar sus almas. ¡Era suya!, pero no se trataba de una posesión sino de un acto de mutua entrega, porque él le pertenecía de igual manera.

—Creo que... Te amo, Sabina —le dijo contra el cuello mientras la acariciaba por su nuca y pelo. Respiró contra su piel manteniendo los ojos cerrados—. Te amo —repitió al estar seguro, luego, confrontó a su mujer.

—Y yo te amo a ti, eres el único hombre al que he amado en mi vida.

Se apartó, retrocedió par de pasos y sin dejar de mirarle, se desanudó el lazo frontal que mantenía su vestido ajustado. Lorenzo contuvo el aliento al vislumbrar su desnudes. Cada montículo y curva de su cuerpo le pareció perfecto. Tuvo recelo de aproximarse, pero ella le incitó a hacerlo. Tomó sus manos, las llevó hasta sus senos y de forma instintiva, él oprimió sus montículos con los dedos.

—¿Estás segura de esto?

—Sí, muy segura. ¿No lo deseas tú?

—Por supuesto que lo deseo, pero este lugar es tan deplorable. Mereces ser seducida sobre un lecho de plumas y cubierto con rosas, no sobre un catre gastado.

Sabina se echó a reír.

—Tal vez así sea, pero este catre gastado es todo lo que tenemos por el momento y creo que debemos sacarle provecho.

Lorenzo no opuso más resistencia. La asió por el cuello y besó su boca con ímpetu. Se dejaron llevar por el ardor que les embargaba. Se desvistieron el uno al otro con premura, y sobre el viejo catre unieron sus cuerpos.

Él fraguó sus caderas mientras que sus manos se cernían sobre la cintura de la fémina. Ella gemía desaforada al recibir cada una de sus embestidas. Era un gusto el verla, alcanzar su delectación; más no había placer más absoluto que el ser acogido entre aquel espacio cálido y estrecho que existía entre sus piernas. No deseaba apartarse, si de él dependiese, se hubiera quedado así por el resto de su vida, siendo uno con su amada, pero su cuerpo era voluble y eventualmente, cedió ante los estímulos. Abrumado por el feroz chispazo, Lorenzo apoyó su frente sobre la de Sabina.

—¿Te encuentras bien?

—¡Sí! ¿Cómo no habría de estarlo, después de la plenitud que me has hecho sentir? Extrañaba esto, el sentir tu piel desnuda contra la mía.

—Yo creo que lo anhelé de cierta forma. Es como si hubiese existido este constante ruido a mi alrededor, y gracias a ti he hallado paz.

De improvisto, escucharon a la puerta abrirse y pasos aproximarse.

Se apartaron. No obstante, cuando Stefano ingresó al cuarto no les había dado tiempo de cubrirse por completo.

—Lo siento, Sabina. No sabía que seguías aquí. —Cerró los ojos, para respetar sus modestias, y les dio la espalda.

—No te apenes. Todo ha sido nuestra culpa, por ser tan irreflexivos —respondió ella tras ajustarse su vestido—. Me iré, para que así ustedes puedan conversar.

Al quedarse a solas, Lorenzo le confió a su hermano la intención que tenía de partir a Roma en compañía de su esposa e hijo, y Stefano no tardó en hacer objeciones.

—No es prudente el trasladarnos con una dama y un infante. ¡El barco estará repleto de hombres armados!

—Por favor, no te opongas —pidió—. Sé que no es fácil de entender, pero preciso tenerlos a mi lado, así estaré tranquilo.

—De acuerdo —dijo Stefano.

El vínculo que unía a su hermano con Sabina escapaba de su comprensión, porque la felicidad de uno parecía depender del otro por completo, y no existía entre sus almas independencia.

Le resultaba admirable, incluso poético; más no les envidiaba.

Él no planeaba volverse a enamorar, puesto que su primera vez fue lo suficiente dolorosa como para servirle de escarmiento.


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