Capítulo III

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Mi primer encuentro con la criatura no me pareció anormal. Pese a lo retorcido de su apariencia, con aquel pelaje negro greñudo y la cavidad hueca y ciega allí donde debería estar su ojo, no podía negar que se trataba de una bestia magnifica.

El tamaño del gato era considerable, poseía un cuerpo musculoso y un andar grácil y silente, al punto de que solo era posible percibirlo a través de su cadencioso maullido, mismo que me tomó por sorpresa cuando estaba haciendo el recorrido. 

Fue el gato quien me guió hasta su celda, la número “90”, cifra que recordé también figuraba en el mensaje hallado en la botella.
Estar en el mismo espacio donde aquel asesino había pasado sus últimos días no me generó estremecimiento alguno. Al fin y al cabo se trataba de un recinto vacío, habitado tan solo por el moho de años de abandono. 

Lo que me causó calosfríos fue el hecho de hallar, grabado en un rincón perdido de la estancia, los mismos símbolos alfa decimales que contenía el manuscrito, y que estos reprodujeran una vez más el mensaje: “todo pasó por culpa del gato”

¿Acaso el animal al cual hacía mención Godino en su carta era ese mismo gato que me había guiado hasta su celda? Y de serlo ¿de qué hecho era culpable? 

Mis siguientes averiguaciones estuvieron estrictamente vinculadas al animal y la información que obtuve de uno de los empleados del Penal de Ushuaia (con cierto “incentivo” de por medio) fue sorprendente. 

Había rumores que sostenían que la muerte del “Petiso Orejudo” no se había producido por una enfermedad, sino que había sido causada por los reiterados maltratos que este habría sufrido por parte de otros reclusos y de los mismos guardias, luego de que asesinara al gato mascota del penal. 

El dato no me pareció menor. Era de conocimiento que aquel famoso homicida sentía especial fascinación por torturar y matar animales, pero que la criatura escogida en aquella ocasión, hubiera sido un gato, fue como un atisbo de luz entre tanta niebla. Sin embargo, estaba lejos de ver el sol en su totalidad.

Nuevos interrogantes surgían junto con el reciente descubrimiento:
¿Sería posible que aquel manuscrito hallado en la botella fuera un crudo presagio de su muerte? ¿Una posible explicación de la causa del fatídico desenlace? ¿O una coincidencia solamente?  

La última pregunta fue descartada cuando interrogué al empleado acerca de la procedencia del felino que había visto en mi recorrido por el penal. Según aquel ese gato no le pertenecía a nadie porque no existía. De hecho, aseguró que en el edificio no había mininos desde hacía varios años, menos uno con tales características. 

No obstante, el sobresalto más grande lo recibí cuando estaba a punto de abandonar la siniestra construcción, pues una vez más fui testigo de aquella execrable aparición, aunque no vi al gato directamente, más bien lo oí: un único maullido, una resonante nota que pareció nacer en el corazón mismo del presidio y cobrar vida, vibrando con fuerza entre sus pétreos muros de granito, extendiéndose a través de sus pasillos laberinticos, para acabar muriendo en mis aterrados oídos. 

Esa no sería la única vez que se cruzarían nuestros destinos.  
    

Diario del fin del mundo #PGP2020Where stories live. Discover now