Capítulo IV

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Dos meses habían acontecido desde que mis ojos habían contemplado aquellas gélidas tierras tras andinas por vez primera y ya era capaz de reconocer cada paraje con mis parpados cerrados. 

Aún con todos los esfuerzos establecidos por la modernidad para poblar aquel glacial desierto argentino, los habitantes eran escasos y quizá por eso se conocían entre ellos como la propia  palma de su mano.

Yo fui la novedad durante un tiempo, “un tipo de interés” para aquel reducido colectivo, hasta que el halo de aparente misterio que me envolvía y me tornaba atractivo se fue desvaneciendo y se ciñó sobre mí el mismo velo de simpleza que cubría a todo el pueblo y, naturalmente, pasé al olvido. 

Seguía viviendo en la misma húmeda Posada que me había dado asilo cuando anclé mis pies en ese inhóspito suelo, mi escaso presupuesto me impedía acceder a un hospedaje con mejores condiciones.

Mi principal fuente de ingreso provenía de mis esporádicos trabajos de fotografía, muchas de las cuales vendía a la prensa local, para que acompañaran los artículos que yo mismo debía de estar escribiendo. De todas formas, un auténtico escritor jamás abandona su pluma y la mía, aunque no era oficial, no estaba en desuso. 

Llevaba un diario donde relataba a menudo mis vivencias, pensamientos, e incluso mis “encuentros” con La Bestia Tuerta de Godino, apodo con el que bauticé al fantasmal gato del presidio.

Al principio, lo veía cuando el viento soplaba desde el Este. Como un exiliado de su patria, la criatura venía maullando desde la mía, tras haber arañado cada pliegue cordillerano, aferrado con sus garras al etéreo manto de la brisa. Entonces, agitaba las rojas cortinas del ventanal de mi cuarto y se posaba en el alfeizar, donde se relamía las patas ensangrentadas, para luego voltearse de costado y colocar en mí su único orbe obturado, invidente, durante horas.

A esas alturas le había perdido el miedo, pero me molestaba su presencia aunque no hiciera nada, me incomodaba sentirme observado. 

Un día opté por mirarlo también, por examinarlo con el mismo descaro con el que él lo hacía. Repasé cada sitio de su musculoso cuerpo, de su oscuro pelaje, percatándome que aquella capa turmalina estaba interrumpida por una franja blanca que parecía rodearle, como un collarín, todo el pescuezo.

En ese instante pensé que aquella marca era similar a un piolín con el cual un par de manos invisibles podían estar estrangulándolo. Quizá el dolor que sentía hacía que soltara aquellos lastimeros maullidos. Quizá así había muerto realmente a manos Godino, como muchos niños.

Mis especulaciones cesaron cuando noté que observarlo de esa forma había activado otro de mis sentidos, uno que había estado dormido desde mi nacimiento: el telequinético.

No podía catalogar de otra manera lo que estaba sucediendo, ya que por más extraordinario que parezca, comencé a oír sus pensamientos y ahí fue cuando nuestros encuentros se hicieron más frecuentes y mucho más íntimos.

En este punto debo aclarar una cosa: no estoy loco. Salvando el hecho de que era el único capaz de percibir al gato, muchas personas hablan con sus mascotas. Lo que sucede es que no todas son capaces de escucharlas. Pero yo podía oír a la perfección a La Bestia Tuerta de Godino, podía escuchar sus deseos y sus opiniones, cuando aquel deseaba expresarlas, claro está. 

Además, ¿podría un loco plasmar todos los sucesos que acontecerían con tanta claridad y de forma tan calma? Bastará con que lea mi diario, evalúe la calidad del escrito, su redacción poética,  la pulcritud de los trazos, para darse cuenta que mi estado mental es del todo óptimo. 
Pero sí, podía oír al gato y sus manifestaciones eran inofensivas, al principio.

La criatura tenía opiniones inocentes sobre la gente en general. Me comentaba lo que le agradaba de las personas con las que había interactuado, aquellos que compartían “momentos” conmigo. Pero después empezó a enfocarse solamente en las cuestiones que le resultaban menos simpáticas, gestos que le exasperaban, conversaciones que le resultaban perniciosas…  

Sucede que el gato veía con su ojo ciego los defectos de las personas, su alma oscura. La mayoría de los actores intentaban cubrirse bajo “mascaras de buenos samaritanos”, pero al final estas se caían y resultaban ser todos unos hipócritas.

Cuando lo comprendí llegué a compartir el odio que sentía el animal hacia estos individuos, incluso su deseo de que pasaran a mejor vida.

Gente así no se merecía caminar por este mundo. Sin embargo, no tenía el valor para ejecutar ninguno de aquellos deseos. Mi temperamento pacífico y aquellos principios moralistas en los que había sido adoctrinado me lo impedían. Era difícil despojarse de estos, al menos eso creía.
 

Diario del fin del mundo #PGP2020Where stories live. Discover now