Prólogo

212 39 31
                                    

Hace 17 años

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Hace 17 años

En un pequeño pueblo costero.

El fuerte viento resoplaba violentamente contra las ventanas de madera vieja, bautizadas por el tiempo, anunciando la aproximación de la tormenta que amenazaba con traer mucho más que solo lluvias. La joven de cabello negro azabache que caía como cascadas sobre sus hombros pálidos hasta desembocar en la cintura, se encontraba sentada en un sillón blanco observando la pequeña cuna vacía; tan vacía como ella se sentía. Apretó un peluche con forma de conejo contra su vientre aún abultado dejando deslizar una lágrima sobre su mejilla.

La puerta sonó bruscamente haciéndola salir de su trance. Se dirigió a la entrada con paso tambaleante impulsada por la insistencia de quien tocaba. Cuando abrió se encontró con la figura conocida de la joven, y aún inexperta, enfermera del pueblo.

—Lo siento, sé que no debería haber venido, pero... —dijo la enfermera con una mezcla de preocupación y desesperación en su cara—. Te necesitamos.

La joven podía imaginarse a qué se debía tan inesperada visita. Pero la condición en la que se encontraba tanto física como mental —sobre todo mental— le impedía llevar a cabo su labor.

—No puedo. —Fueron las únicas palabras lastimeras que pudieron salir a través de sus pálidos labios mientras bajaba la cabeza incapaz de hacer contacto visual con la enfermera.

Se dispuso a cerrar la puerta.

—¡Por favor! —exclamó la chica de uniforme blanco desesperada por evitar que esa barrera de madera se interpusiera a su cometido—. Eres la única que puede ayudarla, el doctor fue a la ciudad por una emergencia y no puede regresar. Los caminos están inundados por la penetración del mar y estamos totalmente incomunicados. Si no la ayudas... —apretó los labios sabiendo que lo que iba a decir sería un golpe muy bajo, pero no le quedaba de otra, una vida estaba en juego— el bebé podría morir.

Esas palabras se sintieron como una puñalada en el estómago de la joven. Se aferró fuerte con sus pálidos dedos a la puerta por unos cortos segundos para no perder el equilibrio, y luego la cerró bruscamente.

La enfermera quedó conmocionada por el rotundo no que demostraba esa acción. Aunque podría haberse imaginado esa reacción, aún albergaba la esperanza de que la ayudara. Justo cuando se volteaba para retirarse, la puerta se abrió.

—Llévame a donde está —dijo la joven con su delgado abrigo ya puesto y su bolso al hombro.

(...)

Las gotas de lluvia caían a cántaros contra las ventanas de la pequeña habitación del consultorio médico. A pesar del fuerte viento, la lluvia torrencial y los truenos que hacían retumbar el suelo; todos estos sonidos eran eclipsados por los jadeos de agotamiento y gritos de esfuerzos que se escuchaban dentro de la habitación.

En la camilla se encontraba una joven adolescente de no más de 17 años. Su cabello rubio oro se le pegaba a la cara donde se tornaba más oscuro al estar impregnado en sudor, y sus ojos verdes mostraban una expresión de cansancio y dolor.

—¡Puja una última vez! Ya tengo la cabeza —exclamó la joven de cabello negro.

Tras un grito desgarrador de la adolescente, la pelinegra pudo apreciar en sus propias manos la más hermosa representación de la vida, la mayor satisfacción para una partera. Sintió tanta felicidad mientras el bebé lloraba con fuerza y salud, pero el sentimiento fue sustituido por la tristeza al preguntarse si su bebé hubiera sido tan hermoso como el que sostenía, no, seguramente lo hubiera sido aún más. Con mucho pesar lo dejó en manos de la enfermera para que lo limpiara.

—Es una hermosa niña —anunció la enfermera. Iba a añadir más, pero fue interrumpida por un jadeo de la chica de la camilla.

Tras hacer observaciones y tactos la joven partera se dio cuenta del detalle importante que había dejado pasar por alto y se reprendió mentalmente por su error.

—Viene otro en camino.

—No. No puedo... más, no puedo —dijo con voz entrecortada la madre primeriza—. Haz que pare... por favor. ¡Ya no aguanto más! No... no puedo —suplicó entre llantos negando débilmente con la cabeza.

—Tienes que hacer un esfuerzo, el bebé tiene que salir ya, si no podría haber complicaciones. —Esto último le trajo recuerdos no deseados, los cuales apartó rápidamente—. Por tu hijo tienes que pujar.

La chica estaba muy débil para hacer lo que le pedía, pero luego de mucho esfuerzo lo logró al fin; aunque eso no fue suficiente para asegurar la salud de la recién nacida. La bebé había nacido con problemas respiratorios graves y no disponían de los equipos necesarios para tratarla. Por más que intentó reanimarla desesperada, en un mar de llanto y angustia, no pudo, era demasiado tarde.

El pequeño cuerpo yacía sin vida.

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.








GéminisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora