7. Hola, pulga

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POV Leslie

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POV Leslie

Nunca me habría imaginado que algún día podría verme así. Mi reflejo en el espejo me devolvió la mirada de asombro que no salía de mi cara, me hizo recordar a cuando veía a Alyssa de la misma forma, pero esta vez sí era a mí a quien contemplaba. Estaba irreconocible, no tenía ni idea de qué tipo de magia había usado aquella estilista que contrató mi abuelo para que mejorara mi aspecto, y vaya que lo había logrado.

Solo unos días después de que me pidiera imitar a mi hermana, mi abuelo se había vuelto insoportable. No me dejaba en paz en ningún momento con que si estaba gorda, que si tenía gustos de pobre para vestirme, que parecía que siempre estuviera acabada de levantar; mi ego me dolió. Amenazó con mandar a quemar mi ropa si me veía de nuevo, en el tiempo que me estuviera haciendo pasar por mi hermana, vestida con algo de lo que había traído. Pero lo peor: ¡no me dejaba comer casi nada! Como decía que tenía unas libras de más, libras que ni Catalina ni yo logramos encontrar, me obligó a comer puras yerbas —ni que fuera vaca— mientras él se devoraba —¡delante de mí!— todo tipo de platillos con aspecto delicioso y yo con la boca cuadrada.

Luego se puso aún más intenso, se empeñó en darme clases privadas de la historia de la familia. Pretendía que me aprendiera ¡de memoria! la biografía de cada Langdon, así como de cada compañero de clases de Alyssa, sus más cercanos y, por extensión, de sus familias. Resumen: quería volverme una enciclopedia con patas. Por suerte, se rindió al darse cuenta que era un caso perdido, aprenderme las cosas mecánicas nunca había sido lo mío, así que el plan había cambiado a fingir amnesia tras un "accidente". Pero no me dejó en paz —no, que va—, a continuación, había llamado a todo un ejército de estilistas que me pasaban de unas manos a otras como si fuera una pelota.

Y así me veía ahora.

Mi cabello había dejado de ser un nido de pájaros para volverse sedoso y con suaves ondas que daban ganas de acariciarlas todo el tiempo. Mi rostro estaba cubierto por una capa de maquillaje que, después de insistir y prácticamente rogar, logré que me lo dejara lo suficientemente sutil para no parecer una payasa de circo. Bueno, realmente no parecía una payasa, la verdad es que me veía hermosa, pero me sentía incómoda con tener aplicados tantos cosméticos; y menos que menos cuando era solo para ir a la escuela. Usé la escusa —no tan escusa— de que me sería imposible copiar ese tipo de maquillaje que en un inicio me había enseñado la estilista y repetirlo por mí misma cada mañana; ya bastante tenía con intentar aplicarme el rubor sin parecer que me hubiera dado una insolación.

Solo quedaba un pequeño detalle que no podía soportar:

—¡¿En qué demonios pensaba Alyssa cuando se ponía esta minifalda?!

Ahí estaba yo, frente al espejo mirando con horror como la media falda del uniforme —media, porque le faltaba bastante tela para llegar a ser una falda completa— me quedaba a solo dos centímetros de que la imagen de mi trasero fuera de dominio público. Era color gris, con pliegues que empezaba en la cintura y terminaba mucho más arriba de lo que pudiera soportar. ¿Cómo iba a agarrar la goma de borrar si se me caía al suelo? Por suerte encontré la ropa de gimnasia en la que la parte inferior era una licra deportiva que llegaba a mitad de muslo, mi salvadora, así que me la puse debajo de la saya.

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