2. El ladrón

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Abrí mis ojos aterrorizada en un jadeo tratando de llenar mis pulmones del oxígeno del que creía haber estado privada por unos largos segundos

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Abrí mis ojos aterrorizada en un jadeo tratando de llenar mis pulmones del oxígeno del que creía haber estado privada por unos largos segundos. Me levanté de un sobresalto hasta quedar sentada mientras mi pecho subía y bajaba a una velocidad y fuerza alarmante. Sentía el corazón atravesado en mi garganta como si se me fuera a salir disparado por mi boca, y un pitillo molesto ahondaba en mis oídos. Con la respiración agitada, escaneé todo mi cuerpo con mis manos temblorosas para comprobar que no me faltara nada, que aún me encontraba en una pieza. Tenía todo el cabello húmedo pegado a mi rostro, estaba empapada en sudor y las sábanas eran testigos de ello. Con mis ojos bien abiertos observé, para mi alivio, que me encontraba en mi pequeña habitación ya iluminada por los colores cálidos del inicio de la mañana, de los que nunca me había alegrado tanto al verlos en toda mi vida.

—Fue solo una pesadilla —suspiré con desahogo.

Sabía que había sido un sueño, pero no uno normal. Se había sentido demasiado real y tenía la pésima sensación de que sí lo había sido. Todo fue muy extraño, aunque no es que los sueños se caractericen por ser muy normales que digamos. Era como si hubiera estado viendo una película a través de los ojos de alguien más, idéntica a mí, pero diferente al mismo tiempo. Su imagen vino a mi mente y casi pude ver el bombillo alumbrándose sobre mi cabeza.

—¡Era ella! —Mis ojos se abrieron casi al punto de dejar sus cuencas ante el descubrimiento que acababa de hacer y miré con nerviosismo al espejo que se mantenía incrustado en la puerta del armario frente a mi cama.

Desde que tenía uso de razón, cuando me quedaba mirando fijo al espejo, en ocasiones me parecía que estaba viendo a otra chica en vez de a mí misma; tenía mi apariencia, era idéntica a mí, pero no era yo. Era ella. Sabía que ella también me miraba y que podía sentir lo mismo que yo. Pero todo era producto de mi imaginación, o al menos eso dijo el psicólogo al que me llevó preocupada mi mamá cuando se percató de lo que me pasaba a mis 9 años de edad. Su explicación razonable era que solo estaba pasando por una etapa en la que mi mente buscó la compañía en un amigo imaginario y que todo pasaría con el tiempo, que cuando creciera ya ni me acordaría de eso. Casi había llegado a creerle, casi, más bien hice como que le creía y les mostré que estaba mejorando, así mi mamá no tendría que gastar dinero de más en algo que me parecía sin sentido. La verdad es que no hubo mejora, muy contrario a lo que decía el psicoloco —como yo lo llamaba— todo fue haciéndose más grande a medida que pasaba el tiempo y crecía. La conexión que sentía con la chica del espejo era mayor, así como la cantidad de veces que la veía en un solo día. Era tan constante y natural que ya lo veía como algo normal con lo que tenía que vivir, así como respirar; y no me molestaba, me reconfortaba. O sea, yo no estaba loca, todo eso que me pasaba era real y estaba convencida de ello. Nunca había pasado nada más que solo verla en el espejo o, de vez en cuando, tener un atisbo de algún sentimiento que no era mío sabiendo que venían de ella; pero ese sueño que acababa de tener ya era otra cosa, eso sí que era una locura en toda regla.

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