CAPÍTULO XXII. DOS VIDAS

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Tan sólo una parte de la energía y la resolución de Moore se había puesto

de manifiesto en su defensa de la fábrica; la otra parte (y ésta era terrible) la

mostró en la pertinacia infatigable y despiadada con que buscó a los cabecillas

de la incursión. A la turba, a los que se habían limitado a seguirlos, los dejó en

paz: quizá un sentido innato de la justicia le dijo que hombres mal

aconsejados, inducidos por las privaciones, no eran el blanco adecuado para la

venganza, y que el que inflige un violento castigo sobre la cabeza humillada

de los que sufren es un tirano y no un juez. En todo caso, aunque sabía quiénes

eran muchos de aquellos hombres por haberlos reconocido durante la última

parte del ataque, cuando despuntaba el día, dejó que se cruzaran con él

diariamente en la calle o en la carretera sin darse por enterado ni amenazar a

nadie.

A los cabecillas no los conocía. Eran forasteros, emisarios de las grandes

ciudades. La mayoría no formaba parte de la clase obrera, eran sobre todo

gentes «de mal vivir», hombres arruinados y bebedores, siempre llenos de

deudas, que no tenían nada que perder y sí mucho que envidiar en cuanto a

carácter, dinero y limpieza. A éstos Moore les seguía la pista como un

auténtico sabueso, y le gustaba la tarea: era una tarea excitante que complacía

a su naturaleza; le gustaba más que fabricar paños.

Su caballo debió de detestar aquella época, pues lo montaba a menudo y de

manera prolongada: Moore vivía prácticamente en la carretera, y el aire fresco

les sentaba tan bien a sus pulmones como la persecución policial a su humor;

lo prefería al vapor de los talleres de tintura. Los magistrados del distrito

debieron de temerlo; eran hombres torpes y timoratos, y a él le gustaba

asustarlos y aguijonearlos a la vez. Le gustaba obligarlos a delatar cierto

temor, que los hacía vacilar en su resolución así como evitar la acción: era,

sencillamente, el miedo a ser asesinados. Tal era, en verdad, el miedo que

hasta entonces había agarrotado a todos los industriales y a casi todos los

hombres con cargos públicos del distrito. Sólo Helstone lo había rechazado. El

viejo cosaco sabía bien que podían pegarle un tiro, sabía que corría ese riesgo,

pero ese tipo de muerte no aterrorizaba sus nervios: la habría elegido entre

todas, de habérsele presentado la alternativa.

También Moore conocía el peligro que corría; el resultado era un

irreductible desprecio hacia quienes creaban ese peligro. La conciencia de que

aquellos a los que perseguía eran asesinos servía también de espuela que se

clavaba en el flanco de su fogoso temperamento. En cuanto al miedo, era

demasiado orgulloso —estaba demasiado curtido por la experiencia, si se

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