CAPÍTULO XXXIII . LA TÁCTICA DE MARTIN

42 7 0
                                    


A fin de llevar a cabo sus planes, era preciso que Martin se quedara en casa

aquel día. Así pues, no tuvo apetito durante el desayuno y, justo a la hora de

salir de casa, sintió un intenso dolor en el pecho, lo que hizo aconsejable que,

en lugar de salir con Mark rumbo a la escuela de enseñanza secundaria,

heredara el sillón de su padre junto a la chimenea y también su periódico

matutino. Una vez resuelto este punto satisfactoriamente, con Mark en la clase

del señor Sumner y Matthew y el señor Yorke metidos en la oficina de

contabilidad, sólo quedaban otras tres hazañas, no, cuatro, por lograr.

La primera de ellas era comerse el desayuno que aún no había probado y

del que sus quince años difícilmente podían prescindir; la segunda, tercera y

cuarta eran conseguir librarse de su madre, de la señorita Moore y de la señora

Horsfall, sucesivamente, antes de las cuatro de la tarde.

La primera era, por el momento, la más acuciante, puesto que la tarea que

pensaba abordar exigía cierta cantidad de energía que su juvenil estómago

vacío no parecía capaz de aportar.

Martin conocía el camino de la despensa y, puesto que lo conocía, tomó

esa dirección. Los sirvientes estaban en la cocina, desayunando solemnemente

con las puertas cerradas; su madre y la señorita Moore estaban tomando el aire

en el jardín y hablando sobre las susodichas puertas. A salvo en la despensa,

Martin hizo una cuidada selección de provisiones; estaba decidido a

compensar la demora con un desayuno rebuscado. Le pareció deseable y

aconsejable variar su dieta habitual, y algo insípida, de pan con leche, y se le

ocurrió que podía combinar lo sabroso con lo saludable. En un estante había

una cantidad de rosadas manzanas guardadas entre paja; cogió tres. Había

pastas en una bandeja; escogió un buñuelo de albaricoque y una tarta de

ciruelas damascenas. No demoró la vista en el sencillo pan casero, pero

inspeccionó con interés unos pastelillos de grosella para el té, y se dignó elegir

uno. Gracias a su navaja de muelle pudo apropiarse de un ala de pollo y de una

lonja de jamón; pensó que unas natillas armonizarían con las demás viandas y,

habiéndolas añadido a su botín, salió finalmente al vestíbulo. Se encontraba a

medio camino de la salita de atrás —tres pasos más y habría anclado ya en

aquel puerto seguro— cuando se abrió la puerta principal y apareció Matthew

en el umbral. Mucho mejor habría sido ver aparecer al viejo caballero con toda

su parafernalia de cuernos, cola y pezuñas.

A Matthew, escéptico y sarcástico, le había costado dar crédito al dolor del

pecho desde un principio: había mascullado unas palabras, entre las que la

SHIRLEYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora