CAPÍTULO XXIII . UNA VELADA FUERA DE CASA

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Un radiante día de verano que Caroline había pasado completamente sola

(pues su tío se había ido a Whinbury) y cuyas largas horas, esplendorosas,

calladas, sin nubes y sin brisa (¡cuántas parecían desde la salida del sol!),

habían sido para ella tan desoladas romo si hubieran pasado sobre su cabeza

en el desierto del Sahara, sin caminos y sin sombra, y no en el florido jardín de

un hogar inglés, se encontraba sentada en el emparrado del jardín con la labor

en el regazo, con los dedos tenazmente empleados en la aguja, siguiendo y

regulando sus movimientos con la mirada y haciendo trabajar al cerebro sin

descanso, cuando Fanny salió a la puerta, paseó la vista por el jardín y sus

aledaños y, al no verla, gritó:

—¡Señorita Caroline!

—¡Fanny! —respondió una débil voz que surgía del emparrado, y hacia

allí se dirigió Fanny apresuradamente con una nota en la mano; la entregó a

unos dedos que no parecían tener fuerza suficiente para sujetarla. La señorita

Helstone no preguntó de dónde procedía ni le echó una mirada: la dejó caer

entre los pliegues de su labor.

—La ha traído Harry, el hijo de Joe Scott —dijo Fanny.

La muchacha no era ninguna hechicera, ni sabía de encantamientos, pero lo

que dijo tuvo casi un efecto mágico sobre su joven señora. Caroline alzó la

cabeza con el veloz movimiento de una sensación renovada; lanzó una mirada

interrogativa a Fanny que no era lánguida, sino llena de vida.

—¡Harry Scott! ¿Quién lo ha enviado?

—Ha venido del Hollow.

Caroline cogió la nota caída con avidez, rompió el sello, la leyó en unos

segundos. Era una cariñosa esquela de Hortense en la que informaba a su

joven prima de que había regresado de Wormwood Wells, de que estaba sola

porque Robert se había ido al mercado de Whinbury, de que nada le causaría

mayor placer que disfrutar de su compañía para el té, y, añadía la buena

señora, estaba convencida de que el cambio sería sumamente aceptable y

beneficioso para ella, que debía de encontrarse lastimosamente privada de una

juiciosa orientación y una compañía edificante desde que el malentendido

entre Robert y el señor Helstone había ocasionado la separación de su

meilleure amie, Hortense Gérard Moore. La posdata la instaba a ponerse el

sombrero y acudir sin más dilación.

Caroline no necesitaba aquel mandato: más que contenta de dejar el babero

de hilo de Holanda marrón que galoneaba para la cesta del judío, subió

corriendo a su dormitorio, se cubrió los rizos con un sombrero de paja y se

echó sobre los hombros el chal de seda negra, cuya sencilla tela favorecía

SHIRLEYWhere stories live. Discover now