Un radiante día de verano que Caroline había pasado completamente sola
(pues su tío se había ido a Whinbury) y cuyas largas horas, esplendorosas,
calladas, sin nubes y sin brisa (¡cuántas parecían desde la salida del sol!),
habían sido para ella tan desoladas romo si hubieran pasado sobre su cabeza
en el desierto del Sahara, sin caminos y sin sombra, y no en el florido jardín de
un hogar inglés, se encontraba sentada en el emparrado del jardín con la labor
en el regazo, con los dedos tenazmente empleados en la aguja, siguiendo y
regulando sus movimientos con la mirada y haciendo trabajar al cerebro sin
descanso, cuando Fanny salió a la puerta, paseó la vista por el jardín y sus
aledaños y, al no verla, gritó:
—¡Señorita Caroline!
—¡Fanny! —respondió una débil voz que surgía del emparrado, y hacia
allí se dirigió Fanny apresuradamente con una nota en la mano; la entregó a
unos dedos que no parecían tener fuerza suficiente para sujetarla. La señorita
Helstone no preguntó de dónde procedía ni le echó una mirada: la dejó caer
entre los pliegues de su labor.
—La ha traído Harry, el hijo de Joe Scott —dijo Fanny.
La muchacha no era ninguna hechicera, ni sabía de encantamientos, pero lo
que dijo tuvo casi un efecto mágico sobre su joven señora. Caroline alzó la
cabeza con el veloz movimiento de una sensación renovada; lanzó una mirada
interrogativa a Fanny que no era lánguida, sino llena de vida.
—¡Harry Scott! ¿Quién lo ha enviado?
—Ha venido del Hollow.
Caroline cogió la nota caída con avidez, rompió el sello, la leyó en unos
segundos. Era una cariñosa esquela de Hortense en la que informaba a su
joven prima de que había regresado de Wormwood Wells, de que estaba sola
porque Robert se había ido al mercado de Whinbury, de que nada le causaría
mayor placer que disfrutar de su compañía para el té, y, añadía la buena
señora, estaba convencida de que el cambio sería sumamente aceptable y
beneficioso para ella, que debía de encontrarse lastimosamente privada de una
juiciosa orientación y una compañía edificante desde que el malentendido
entre Robert y el señor Helstone había ocasionado la separación de su
meilleure amie, Hortense Gérard Moore. La posdata la instaba a ponerse el
sombrero y acudir sin más dilación.
Caroline no necesitaba aquel mandato: más que contenta de dejar el babero
de hilo de Holanda marrón que galoneaba para la cesta del judío, subió
corriendo a su dormitorio, se cubrió los rizos con un sombrero de paja y se
echó sobre los hombros el chal de seda negra, cuya sencilla tela favorecía
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SHIRLEY
General FictionRobert Moore, «hombre importante, hombre de acción», dueño de una fábrica textil sacudida por los efectos económicos de las guerras napoleónicas y por el temor de los obreros a la revolución industrial, se debate entre el amor callado de su prima Ca...