Capítulo 7

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Rubí

—No tiene buena pinta—se sincero el curandero, quitándose los guantes de cuero negro.

Agaché la cabeza, dejando que el pelo tapara parte de mi cara. Estaba sentada en la mesa oscura de su despacho, con la espalda al aire. Me había quedado chafada y no tenía ganas de levantarme. Por la mañana había ido a buscar el consejo de Emma acerca de lo que había visto en el espejo la noche anterior. Mi intención no era involucrar a nadie más en esto, no estaba muy preocupada por ello, al menos hasta ahora. Emma insistió en que lo mejor sería que viéramos a un especialista, y un curandero era lo más parecido que teníamos por aquí.

—Nunca había visto nada parecido—dijo, más para si mismo que para nosotras. Levantó la cabeza hacia nosotras, con una mirada despectiva—. Lo más conveniente es que demos parte de esto al rey. Por algo se impidió el uso de magia en humanos.

El hombre estaba asustado, pero no quería que viéramos su debilidad. En vez de eso puso una mueca condescendiente y se limitó a rebuscar entre sus cosas, simulando aburrimiento.

—No—respondí, tajante—. No quiero que nadie sepa nada sobre esto. Nadie. ¿Queda claro?

Escupí esa última pregunta, dirigida hacia el curandero, que seguramente estaba desesperado por salir de la sala e ir corriendo a contárselo a Selen como el perrito faldero que seguramente era.

—Rubí, si es tan grave como parece lo mejor es que busquemos ayuda—me susurró Emma, a pocos centímetros de mi oreja—. Seguro que Erick conoce a alguien mucho más cualificado que este curandero de pacotilla.

El nombramiento del príncipe acrecentó mis ganas de salir corriendo y olvidar lo que estaba pasando. No podía ir con el cuento de esto a Erick después de lo que le había dicho a noche.

—Emma—dije, agarrándola de las manos—, no estoy en mi mejor momento ahora mismo. Y ya he sido una carga suficiente tiempo. Veamos como avanza esto, si en unos días no ha desaparecido, te prometo que se lo contaremos a quien tu quieras.

Esperaba que la excusa me diera un poco de tiempo sin volver a ser el centro de atención. Si pretendía averiguar quienes eran los que intentaban derrocar al rey, no me ayudaría en nada que todos estuvieran pegados a mí las veinticuatro horas del día.

Ella aceptó, aunque por su labio torcido, no lo hacía de buena gana. Seguramente se preocupaba por nada, pero así era ella, siempre estaba pendiente de los demás. Tanto era así que muchas veces se olvidaba incluso de su propio bien estar. Pero no iba a ser una de esas ocasiones. Y si al final resultaba que era algo más grave de lo que pensaba, solo tendría que salir de ese mundo y se esfumaría tan rápido como había aparecido. 

Emma decidió hacerme la ley de hielo desde que salimos del laboratorio del curandero, así que me limite a ir unos pasos detrás suyo, siguiéndola hacia nuestra terraza para tomar el desayuno. Cuando llegamos, Jude estaba ya sentado a la mesa. Algo muy inusual, ya que nunca comía con nosotros, al igual que Cassandra. Había más platos de lo normal preparados y muchos trabajadores.

—¿Qué ocurre? —preguntó Emma a Jude antes de recogerse el vestido esmeralda y sentarse a su lado.

—Por lo visto el rey quiere tener un idílico desayuno con nosotros—Jude no dejó de mirarme en todo momento mientras pronunciaba la frase. Pensé que se habían enterado de lo que había pasado la noche anterior, con el guardia del rey, y lo más probable es que lo hubieran hecho aún que ninguno me lo hubiera mencionado. Aun así, sus ojos no pretendían decime eso. La intensidad era una muy distinta a la de la rabia o el enfado.

Se me subieron los colores, al comprender que estaba escuchando todo lo que cavilaba en mi mente. Seguramente pensaba que era una acosadora al imaginarme escenarios en el que él podía sentir hacia mi algo más que lo que siempre había dado a entender. Jude sonrió. Me tapé la cara con las manos y solté una risilla nerviosa.

Hielo o fuego [Saga Centenarios I.] ✅Where stories live. Discover now