4. Disculpas aceptadas

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Definitivamente se equivoca y lo sabe. El ambiente es de un tono cálido, anaranjado, muy de otoño, muy de ese octubre que nubla la mente de las personas más egoístas y menos afables. Se torció todo hace tres años. Se acuerda y lo sabe. Lo repite demasiado y lo sabe.

Tiene frío, pero no sabe por qué. Amaba la lluvia, siempre le gustaba pasarse las tardes frente su portátil, con las gotas golpeando la ventana y llevando al olvido su alrededor, los mensajes, a quién más se preocupaba por ella. Ya no le gusta tanto.

Paso a paso. Como un cuentagotas. Ay, la lluvia cómo le gusta; se identifica con ella. Cada una, sentimientos divergentes. Debe ir, sabe que debe, y los recuerdos se le amontonan como los periódicos que se acumulan en la mesa durante cada semana. Solo hace falta recogerlos y tirarlos a la basura. ¿Sí? ¿No quiere leerlos?

Se dio cuenta demasiado tarde, cuando ya se había perdido a sí misma, cuando la había perdido a ella. De alguna manera intentaba reemplazar todo lo que había dejado atrás, pero no encontraba nada ni nadie que la llenase lo suficiente. El vaso estaba medio vacío, como el café que tenía delante.

Las uñas mordidas, las pieles recorriéndole el pulgar. Tantas veces había prolongado la lucha con el índice, tantas veces había perdido el pobre. Nada más pisar el portal, la lluvia esperaba impaciente para saludarla. Ella solo quería encogerse en la manta junto al sofá blanco tan blanco, nieve, tan nieve, tan ella. También sabía que debía hacerlo. Estaba perdida.

Se le revuelve el estómago. Se le retuercen en la mente los conflictos personales, las agonías que la inducen a una asfixia constante, y sigue sin saber qué hacer. Le encuentra problemas a todas las soluciones. Consigue salir del bar, apenas ha empezado a caminar que ya se arrepiente. La lluvia intenta hablar con ella, las sonrisas de los forasteros la persiguen, y tantos ojos extraviados entre la multitud en la calle la acompañan hasta su destino. ¿Preparada?

Posa la mano en el picaporte de la puerta vetusta de madera, en aquella ciudad tan cosmopolita, a quién se le hubiese ocurrido encontrar edificios tan propios de la burguesía de finales del siglo XX. Se acuerda de cuando hablaban de historia, de cuando estudiaban juntas, de cuando todo seguía intacto y nada se había roto. Descompuesto. Y entra. La idea de esperar en la sala de espera le resulta de lo más idóneo, acumulador de periódicos; relectura de noticias pasadas. Ya estaba apoyada, cabizbaja y sin pensar en nada, como siempre se había dicho a sí misma, "si no piensas en nada, no sentirás nada" ...

La puerta chirría y se estremece, todas las miradas parecen congelarse excepto las de ambas. Ay cómo odia llamar la atención, la morena. Ay, cómo parece querer llamar la atención, la rubia. Y entre tantos ojos, una se encuentra a los de su amiga perdida a la que tanto le gustaba la lluvia y que era tan fría tan fría que no se permitía sentir nada, y la otra se encuentra a los de aquella perdida, la indecisa y que nunca sabe qué sentir. Parece que las dos sienten de todo y nada a la vez; periódicos sin artículos. 

Los años los marcan quienes quieren marcarlos, y las distancias se miden por años. Los roces y el cariño se cuidan con el tacto, y el amor se colecciona con gestos. Una perdió la noción del tiempo queriendo experimentar con los encantos de la juventud, las noches desenfrenadas y la creación de recuerdos y anécdotas inigualables a las de una noche en casa leyendo en el sofá; su amiga. Esa amiga le entregó los gestos afables a otro y con ello cultivo el amor, cuando la lluvia fría la dejó.

Se quedó todo en una amistad erosionada, una montaña y el deshielo, sufrimiento por partida doble, y miradas de complejidad estupefacta. Una tiembla. La otra no sabe si saludar o si sonreír. Cuánto decimos sin decir nada y, cuando nadie parece decir nada, decimos más de lo que queremos decir, escuchar u oír. Y yo no digo nada.

Qué es arrepentirse o pedir perdón si no más que una pérdida de orgullo y un alzamiento de coraje. Mostrarse como alguien débil le pareció a la primera la peor de las partidas y, por tanto, la perdió.

Nunca supe si se mostró nostálgica con alguno aquellos recuerdos. Nunca supe si conservó o si aún conserva los recuerdos. Siempre me hubiese gustado encontrarme delante de ella, una vez más, a solas, ella fría, para dejar atrás la niñez y mostrarme como la persona que había florecido después de un duro invierno. Dejando atrás el odio, dejando atrás el rencor. No necesito explicaciones.

Siguen los temblores, y sus ojos clavados en mí. Pero tras un paso, otro y otro ya estoy lo suficientemente cerca como para alzar la mano y, con la postrera sinceridad, susurrar: 

Lo siento.

microsueñosWhere stories live. Discover now