Capítulo 11

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Era temprano, muy temprano. Amelia tiró de la puerta con suavidad para evitar hacer siquiera el más mínimo ruido y se detuvo a mitad de pasillo para terminar de abrocharse los botones de la blusa. Recordó con rabia el dolor que la había arrasado cuando vio bajar a Luisita las escaleras haciendo ese mismo gesto después de pasar un rato en la segunda planta con el tal Pablo. Durante el tiempo que habían estado arriba, una eternidad, había necesitado salir de la casa y llorar. Al final, había terminado vomitando, del asco y la pena.

Luego, había sabido por boca de María que Luisita no lo había invitado, sino que había sido ella misma, convencida del interés de su hermana en aquel chico. Eso hubiera podido consolarla un poco si después no lo hubiese visto bajar a él, despeinado y con la sonrisa manchada del pintalabios de la rubia.

No había querido saber nada más y se había excusado alegando que se encontraba mal. Las náuseas le habían proporcionado la coartada perfecta, y el cochazo de Gabriel había sido su refugio, a pesar de las protestas de María poniendo a su disposición cualquier cama de la casa.

Ya hacía dos días de eso y no conseguía quitárselo de la cabeza, ni del corazón.

A su espalda, oyó cómo se abría la misma puerta que acababa de cerrar y se lamentó por no haberse alejado lo suficiente.

—Eh, todavía estás aquí —la oyó decir y se giró a mirarla—. Gracias por esta despedida.

La pelirroja terminó de anudarse la bata de raso y salió al pasillo del hotel para darle un último beso. Amelia no se retiró, pero tampoco hizo nada para darle pie a continuar. No quería ser desagradable con ella, incluso se sentía un poco culpable y egoísta por haber volcado en la cama de Sara su frustración y su pena. Pero allí no había nada más y alentar algo diferente sería cruel por su parte.

—Me tengo que marchar ya, entro en una hora y necesito ir a casa antes para cambiarme de ropa y eso.

—Claro, lo entiendo.

—Además, no quiero encontrarme con ningún compañero. Esto... —la señaló a ella y a la habitación— va en contra de la normativa del hotel.

—Ya me imagino.

—Bueno, pues... Adiós —incómoda, agitó la mano para despedirse sin saber qué otra cosa hacer.

—Hasta pronto, Meli.

Unos minutos después, cruzaba a la carrera el pasillo que conducía a su apartamento, pero su prisa se debía más a las ganas de huir de una situación poco agradable que al hecho de ir con el tiempo justo.

—¡Ah, vaya! ¿Qué horas de venir son estas, jovencita? —dijo Jesús, que salía en aquel preciso momento.

—¡Ay, qué susto! —Amelia se llevó la mano al pecho—. ¿Dónde vas? Todavía es temprano.

—A ninguna parte, te he oído y he abierto —su amigo se encogió de hombros.

—¡Qué cotilla eres, eh! —la morena abrió la puerta de su casa y entraron ambos.

—Lo importante no es a dónde iba yo, sino de dónde vienes tú.

—Pero, bueno, córtate un poco, ¿no?

—¿Para qué? Ya me has llamado cotilla, así que sigamos.

—Desde luego... —Amelia rió, en cierto modo aliviada de poder bajar la guardia y confesarse—. He pasado la noche en La Estrella... con Sara.

—¡¿Con Sara?! ¡Pero, Amelia, que es una huésped del hotel!

—Bueno, pero no me ha visto nadie.

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