1. ENAMORARSE Y DESENAMORARSE

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«Mi querido amigo, le envío un pequeño trabajo del que podría decirse, sin ser injusto, que no tiene pies ni cabeza, ya que por el contrario todo en él es, alternativa y recíprocamente, pies y cabeza. Le suplico considere la admirable conveniencia que tal combinación nos ofrece a todos: a usted, a mí y al lector. Podemos interrumpir, yo mis cavilaciones, usted el texto, y el lector su lectura, ya que no pretendo mantener
interminablemente la fatigosa voluntad de ninguno de ellos unida a una trama superflua. Retire uno de los anillos, y otras dos piezas de esta tortuosa fantasía volverán a encajar sin dificultad. Recorte varios fragmentos y advertirá que cada uno de ellos se sostiene por sí mismo. Me atrevo a dedicarle a usted la serpiente entera
con la esperanza de que algunos de sus tramos le gusten y lo diviertan». De esta manera, Charles Baudelaire presentaba Spleen de París a sus lectores. Es una pena que lo haya hecho. De no ser así, yo mismo hubiese querido componer un preámbulo igual o similar para lo que sigue a continuación. Pero lo hizo, y yo sólo puedo citar. Walter
Benjamín, por supuesto, eliminaría la palabra «sólo» de esta última frase. Y si lo pienso dos veces, yo también. «Recorte varios fragmentos y advertirá que cada uno de ellos subsiste por sí solo». Mientras que los fragmentos salidos de la pluma de Baudelaire sí lo hicieron, sólo el justo derecho del lector, ya que no el mío, decidirá si los dispersos tramos de pensamiento
reunidos a continuación subsisten o no.
En la familia de los pensamientos hay enanos en abundancia. Por eso fueron inventados la lógica y el método, y una vez inventados fueron adoptados con gratitud por los pensadores de pensamientos. Los enanos pueden esconderse, y en medio del poderío esplendoroso de las legiones en marcha y las formaciones para la batalla, terminan por olvidar su enanismo. Una vez que se han cerrado las filas, ¿quién notará la diminuta
estatura de los soldados? Es posible reunir un ejército de aspecto temible y poderoso
alineando en formación de batalla a filas y más filas de pigmeos…
Quizás, y tan sólo para complacer a los adictos al método, debería haber hecho lo mismo con estos fragmentos y recortes. Pero como no me queda tiempo para terminar esa tarea, sería tonto de mi parte ocuparme del orden de las filas y dejar el reclutamiento para más tarde…
En cuanto a pensar las cosas dos veces, quizás el tiempo que tengo disponible resulte poco, no a causa de mi edad, sino porque cuanto más viejos somos, mejor comprendemos que por más grandes que parezcan las ideas, jamás lo serán tanto como para abarcar, y
menos aún contener, la copiosa prodigalidad de la experiencia humana. Lo que sabemos, lo
que deseamos saber, lo que nos esforzamos por saber, lo que intentamos saber acerca del
amor y el rechazo, del estar solos o acompañados y morir solos o acompañados… ¿Acaso es posible racionalizar todo eso, ponerlo en orden, ajustarlo a los estándares de coherencia, cohesión y totalidad establecidos para temas menores? Quizás sea posible, es decir, sólo en la infinitud del tiempo. ¿O acaso no sucede que cuando se dice todo acerca de los temas fundamentales de la
vida humana las cosas más importantes siempre quedan si ser dichas? Amor y muerte, los dos protagonistas de esta historia que no tiene argumento ni
desenlace pero que condensa la mayor parte del sonido y la furia de la vida, admiten esta clase de reflexión/escritura/lectura más que ningún otro tema.
Ivan Klima dice: casi nada se parece tanto a la muerte como el amor realizado. Cada aparición de cualquiera de los dos es única pero definitiva, irrepetible, inapelable e impostergable. Cada aparición debe sostenerse «por sí sola», y lo hace. Toda vez que
aparecen nacen por primera vez, o renacen, saliendo de la nada, de la oscuridad del no-ser, sin pasado ni futuro. Cada una, cada vez, empieza desde el principio, dejando al desnudo lo superfluo de las tramas del pasado y la vanidad de cualquier trama del porvenir.
Sólo se puede entrar en el amor y en la muerte una única vez: menos aún que en el río de Heráclito. De hecho, son sus propios pies y cabeza, desdeñosos y negligentes con respecto a todo lo demás.
Bronislaw Malinowski solía burlarse de los difusionistas por confundir las colecciones
de los museos con genealogías: al ver utensilios rústicos de pedernal ordenados en las
vitrinas delante de otros más sofisticados, hablaban de «historia de las herramientas». Esa actitud, se burlaba Malinowski, era equivalente a considerar que un hacha de piedra daba origen a otra, del mismo modo que, digamos, el hipparion dio origen, en su momento, al
equus caballus. El origen de los caballos puede rastrearse en otros caballos, pero las herramientas no son antecesoras ni descendientes de otras herramientas. Las herramientas, a diferencia de los caballos, no tienen una historia propia. Son, se podría decir, marcas que puntúan las biografías individuales y las historias colectivas de la humanidad: son manifestaciones o sedimentos de esas biografías e historias.
Y lo mismo puede decirse del amor y de la muerte. El parentesco, la afinidad, los vínculos casuales son características del ser y/o de la unión de los humanos. El amor y la muerte no tienen historia propia. Son acontecimientos del tiempo humano, cada uno de ellos independiente, no conectado (y menos aún causalmente conectado) a otros acontecimientos «similares», salvo en las composiciones humanas retrospectivas, ansiosas por localizar —por inventar— esas conexiones y comprender lo incomprensible. Y por eso es imposible aprender a amar, tal como no se puede aprender a morir. Y nadie puede aprender el elusivo —el inexistente aunque intensamente deseado— arte de no caer en sus garras, de mantenerse fuera de su alcance. Cuando llegue el momento, el amor y la
muerte caerán sobre nosotros, a pesar de que no tenemos ni un indicio de cuándo llegará
ese momento. Sea cuando fuere, nos tomarán desprevenidos. En medio de nuestras preocupaciones cotidianas, el amor y la muerte surgirán ad nihilo, de la nada. Por supuesto, tendemos a recapitular para ser más sabios después del hecho: tratamos de rastrear los antecedentes, de aplicar el infalible principio de que un post hoc es seguramente el propter hoc, de concebir un linaje «que dé sentido» al acontecimiento, y con frecuencia nuestros esfuerzos se ven coronados por el éxito. Necesitamos ese éxito por el consuelo espiritual que proporciona: resucita, aun de manera indirecta, nuestra fe en la regularidad del mundo
y la previsibilidad de los acontecimientos, que resulta indispensable para nuestra salud y cordura. También conjura la ilusión de que hemos adquirido un nuevo saber, de que hemos
aprendido y, sobre todo, de que se trata de algo que podemos aprender, tal como es posible
aprender las leyes de la inducción de J. S. Mili o a conducir autos o a comer con palitos en lugar de tenedor, o a causar una impresión favorable en los entrevistadores.
En el caso de la muerte, se admite que el aprendizaje se limita a la experiencia de otras
personas y es, por lo tanto, una ilusión in extremis. La experiencia de otras personas no
puede aprenderse verdaderamente como experiencia; en el producto final del aprendizaje del objeto, no es posible separar el Erlebnis original de la contribución creativa de las capacidades imaginativas del sujeto. La experiencia ajena sólo puede conocerse como una historia procesada, interpretada según lo que los otros vivieron. Tal vez algunos gatos verdaderos tienen, como Tom de Tom y Jerry, nueve vidas o más, y tal vez algunos conversos pueden llegar a creer en la reencarnación, pero el hecho es que la muerte, como
el nacimiento, se produce sólo una vez; no hay manera de aprender a «hacerlo bien la
próxima vez», ya que se trata de un acontecimiento que nunca volveremos a experimentar.
El amor parece gozar de un estatus diferente que los otros acontecimientos excepcionales.
De hecho, podemos enamorarnos más de una vez, y algunas personas se enorgullecen o se quejan de que se enamoran y se desenamoran (al igual que algunos de los que llegan a conocer en ese proceso) con demasiada facilidad. Todo el mundo ha escuchado historias
acerca de esas personas «proclives al amor» o «vulnerables al amor».
Existen fundamentos sólidos para considerar el amor, y particularmente el «estar enamorado», como —casi por naturaleza— una situación recurrente, susceptible de
repetirse y que incluso favorece la repetición del intento. Si nos interrogan, la mayoría de
nosotros llegaremos a nombrar la cantidad de veces que nos enamoramos. Podemos suponer (y con fundamento) que en nuestros tiempos crece rápidamente la cantidad de personas que tiende a calificar de amor a más de una de sus experiencias vitales, que no diría que el amor que experimenta en este momento es el último y que prevé que aún la esperan varias experiencias más de la misma clase. Si esa suposición demuestra ser acertada, no hay de qué asombrarse. Después de todo, la definición romántica del amor — «hasta que la muerte nos separe»— está decididamente pasada de moda, ya que ha trascendido su fecha de vencimiento debido a la reestructuración radical de las estructuras de parentesco de las que dependía y de las cuales extraía su vigor e importancia. Pero la desaparición de esa idea implica, inevitablemente, la simplificación de las pruebas que esa experiencia debe superar para ser considerada como «amor». No es que más gente esté a la
altura de los estándares del amor en más ocasiones, sino que esos estándares son ahora más bajos: como consecuencia, el conjunto de experiencias definidas con el término «amor» se ha ampliado enormemente. Relaciones de una noche son descriptas por medio
de la expresión «hacer el amor».
Esta súbita abundancia y aparente disponibilidad de «experiencias amorosas» llega a alimentar la convicción de que el amor (enamorarse, ejercer el amor) es una destreza que se puede aprender, y que el dominio de esa materia aumenta con el número de experiencias y la asiduidad del ejercicio. Incluso se puede llegar a creer (y con frecuencia se cree) que la capacidad amorosa crece con la experiencia acumulada, que el próximo amor
será una experiencia aún más estimulante que la que se disfruta actualmente, aunque no
tan emocionante y fascinante como la que vendrá después de la próxima. Sin embargo, sólo es otra ilusión… La clase de conocimiento que aumenta a medida que la cadena de episodios amorosos se alarga es la del «amor» en tanto serie de intensos, breves e impactantes episodios, atravesados a priori por la conciencia de su fragilidad y brevedad. La clase de destreza que se adquiere es la de «terminar rápidamente y volver a empezar desde el principio», en la que, según Sóren Kierkegaard, el Don Giovanni de Mozart era el virtuoso arquetípico. Pero por estar guiado por la compulsión a intentarlo otra vez, y obsesionado con la idea de impedir que cada intento sucesivo interfiriera con los intentos futuros, Don Giovanni era también el «impotente amoroso» arquetípico. Si el propósito de la infatigable búsqueda y experimentación de Don Giovanni hubiera sido el amor, su propia compulsión a experimentar hubiera descalificado ese propósito. Resulta tentador señalar que el efecto de esa ostensible «adquisición de destreza» está destinado a ser, como en el caso de Don Giovanni, el desaprendizaje del amor, una «incapacidad aprendida» de amar.
Ese resultado —la venganza del amor, por así decirlo, contra los que se atreven a desafiar su naturaleza— era de esperar. Se puede aprender a desempeñar una actividad que posee un conjunto de reglas invariables que se corresponden con un entorno estable, monótonamente repetitivo que favorece el aprendizaje, la memorización y, ulteriormente,
«el paso a la práctica». En un entorno inestable, la retención y la adquisición de hábitos —
que son las marcas registradas del aprendizaje exitoso— no sólo son contraproducentes, sino que sus consecuencias pueden resultar fatales. Lo que una y otra vez demuestra ser letal para las ratas en las cloacas de la ciudad —esas criaturas muy inteligentes, capaces de aprender rápidamente a distinguir los restos de alimentos entre los cebos venenosos— es el elemento de inestabilidad, que desafía a la regla y que se inserta en la red de túneles y pozos subterráneos debido a la inaprensible, impredecible y verdaderamente impenetrable «alteridad» de otras —humanas— criaturas inteligentes: criaturas notorias por su
tendencia a romper la rutina y a crear confusión con la distinción entre regla y contingencia. Si esa distinción no se mantiene, el aprendizaje (entendido como adquisición de hábitos útiles) no existe. Los que insisten en condicionar sus acciones a los precedentes, como los generales que vuelven a conducir una nueva guerra exactamente igual a su última guerra victoriosa, corren riesgos suicidas y se exponen a infinitos problemas.
La naturaleza del amor implica —tal como lo observó Lucano dos milenios atrás y lo repitió Francis Bacon muchos siglos más tarde— ser un rehén del destino.
En el Simposio de Platón, Diótima de Mantinea le señaló a Sócrates, con el asentimiento absoluto de este, que «el amor no se dirige a lo bello, como crees», «sino a concebir y nacer en lo bello». Amar es desear «concebir y procrear», y por eso el amante «busca y se esfuerza por encontrar la cosa bella en la cual pueda concebir». En otras palabras, el amor no encuentra su sentido en el ansia de cosas ya hechas, completas y terminadas, sino en el impulso a participar en la construcción de esas cosas. El amor está muy cercano a la
trascendencia; es tan sólo otro nombre del impulso creativo y, por lo tanto, está cargado de
riesgos, ya que toda creación ignora siempre cuál será su producto final. En todo amor hay por lo menos dos seres, y cada uno de ellos es la gran incógnita de la ecuación del otro. Eso es lo que hace que el amor parezca un capricho del destino, ese
inquietante y misterioso futuro, imposible de prever, de prevenir o conjurar, de apresurar o
detener. Amar significa abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones
humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse. Abrirse a ese destino significa, en última instancia, dar libertad al ser: esa libertad que está encarnada en el Otro, el compañero en el amor. Como lo expresa Erich Fromm: «En el amor individual no se encuentra satisfacción […] sin
verdadera humildad, coraje, fe y disciplina»; y luego agrega inmediatamente, con tristeza,
que en «una cultura en la que esas cualidades son raras, la conquista de la capacidad de
amar será necesariamente un raro logro».

Amor Líquido - Zygmunt BaumanWhere stories live. Discover now