3. SOBRE LA DIFICULTAD DE AMAR AL PRÓJIMO

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El precepto que exige «ama a tu prójimo como a ti mismo», dice Freud (en El malestar en la cultura) es uno de los fundamentales de la vida civilizada. Y es también el más
opuesto a la clase de razón que promueve la civilización: la razón del autointerés y de la
búsqueda de la propia felicidad. Ese precepto fundante de la civilización sólo puede ser
aceptado, adoptado y practicado si uno se rinde ante la admonición teológica credere quia
absurdum, creerlo porque es absurdo.
De hecho, basta con preguntar «¿por qué debería hacerlo?, ¿qué beneficio me reportaría?», para percibir el absurdo carácter de la exigencia de amar a nuestro prójimo, a cualquier prójimo, por el solo hecho de ser nuestro prójimo. Si amo a alguien, es porque esa persona debe merecerlo de alguna manera… «Y lo merece si en ciertos sentidos importantes es tan semejante a mí como para que pueda amarme a mí mismo amándola a ella; y lo merece si es más perfecta que yo mismo como para que pueda amar en ella el ideal de mi propia persona… Pero si esa persona me resulta extraña y no puede atraerme gracias
a su propio valor o a la importancia que pueda haber cobrado en mi vida emocional, me
resultará muy difícil amarla». Y la exigencia resulta aún más molesta e insensata, ya que
con frecuencia no logro descubrir ninguna evidencia de que esa persona extraña a la que
supuestamente debo amar me ame o muestre por mí siquiera «una mínima consideración».
“En el momento en que le convenga, no vacilará en herirme, burlarse de mí, calumniarme y
demostrarme que tiene más poder que yo…”.
Y sí, Freud se pregunta «¿qué sentido tiene un precepto enunciado de manera tan
solemne si su cumplimiento no puede ser recomendado como algo razonable?». Buscando una respuesta, uno está tentado de concluir, contrariamente al sentido común, que «ama a
tu prójimo» es «un mandamiento que en realidad está justificado por el hecho de que no hay nada más que contrarreste tan intensamente la naturaleza humana original». Y cuanto menos se obedezca una norma, tanto más obstinadamente se la enunciará. Y el mandato de amar al prójimo es, tal vez, el que probablemente menos se obedecerá. Cuando un converso en ciernes le pidió al sabio talmúdico Rabbi Hillel que le explicara la enseñanza de Dios en el tiempo que fuera capaz de permanecer parado sobre un solo pie, el sabio replicó que
«ama a tu prójimo como a ti mismo» era la única respuesta completa, que concentraba la
totalidad de los mandamientos divinos. Aceptar ese mandamiento implica un salto a la fe, un salto decisivo, por el cual un ser humano se despoja de la coraza de los impulsos y
predilecciones «naturales», adopta una postura alejada y opuesta a su naturaleza y se
convierte en un ser «no-natural» que, a diferencia de las bestias (y, por cierto, de los ángeles, tal como señaló Aristóteles), es lo que distingue al ser humano.
La aceptación del precepto de amar al prójimo es el acta de nacimiento de la humanidad. Todas las otras rutinas de la cohabitación humana, así como sus reglas preestablecidas o descubiertas retrospectivamente, son tan sólo una lista (nunca completa) de notas al pie de ese precepto. Si este precepto fuera ignorado o desechado, no habría
nadie que construyera esa lista o evaluara su completud.
Amar al prójimo requiere un salto hacia la fe; sin embargo, el resultado es el acta de
nacimiento de la humanidad. Y también representa el aciago paso del instinto de supervivencia hacia la moralidad.
Ese paso convierte a la moralidad en una parte, y tal vez en una conditio sine qua non, de la
supervivencia. Con ese ingrediente, la supervivencia de un humano se transforma en la
supervivencia de la humanidad en el ser humano.
«Ama a tu prójimo como a ti mismo» implícitamente presenta el amor a sí mismo como algo que se da de manera no problemática, algo que siempre estuvo en ese sitio. El amor a sí mismo es pura supervivencia, y la supervivencia no necesita mandatos, ya que las otras criaturas vivas (no humanas) se las arreglan perfectamente sin ellos. Amar al prójimo como a uno mismo hace que la supervivencia humana sea distinta a la supervivencia de todas las otras criaturas vivas. Sin esa extensión/trascendencia del amor a sí mismo, la prolongación de la vida física, orgánica, no llega a ser, por sí misma, una supervivencia humana; no es la clase de supervivencia que distingue a los humanos de las bestias (y, no debemos olvidarlo, de los ángeles). El precepto de amar al prójimo desafía a los instintos determinados por la naturaleza; pero también desafía el sentido de la supervivencia establecido por la naturaleza, y el del amor a uno mismo, que lo resguarda.
Amar al prójimo no es un ingrediente básico del instinto de supervivencia, pero tampoco es un ingrediente básico el amor a uno mismo como modelo del amor al
prójimo.
¿Qué significa el amor a uno mismo? ¿Qué es lo que amo «en mí mismo»? ¿Qué es lo que amo cuando me amo a mí mismo? Nosotros, los humanos, compartimos los instintos de supervivencia con nuestros primos cercanos, no tan cercanos y lejanos, los animales, pero cuando se trata del amor a uno mismo, nuestros caminos divergen y nos encontramos
solos.
Es verdad que el amor a uno mismo impulsa a «aferrarse a la vida», a tratar con todo empeño de permanecer con vida para bien o para mal, a resistir y a luchar contra cualquier cosa que amenace con una prematura o abrupta finalización de la vida, y a proteger o, mejor aún, a reforzar nuestra capacidad y vigor para asegurar que nuestra resistencia sea eficaz. Sin embargo, en ese aspecto nuestros primos animales son maestros, expertos tan virtuosos como el más dedicado e ingenioso adicto al estado físico y a la salud que podamos
encontrar entre los seres humanos. Nuestros primos animales (salvo los «domesticados», a
los que nosotros, sus amos humanos, hemos conseguido despojar de sus dotes naturales
para que puedan ser más útiles para nuestra supervivencia, no para la de ellos) no necesitan consejeros expertos que les digan cómo mantenerse con vida y en buen estado.
Tampoco necesitan que el amor a sí mismos los instruya transmitiéndoles que permanecer
con vida y en buen estado es la actitud más correcta.
La supervivencia (la supervivencia animal, la supervivencia física y corporal) puede conseguirse sin el amor a uno mismo. ¡De hecho, puede lograrse mejor sin el amor a uno
mismo que gozando de su compañía! Es posible que los caminos del instinto de supervivencia y el amor a uno mismo corran paralelos, pero también pueden correr en direcciones opuestas… El amor a uno mismo puede rebelarse contra la continuación de la vida. Puede instarnos a invitar el peligro y a darle la bienvenida a la amenaza. El amor a uno mismo puede empujarnos a rechazar una vida que no está a la altura de ese amor y que
resulta, por lo tanto, indigna de ser vivida.
Porque lo que amamos en nuestro amor a uno mismo es la personalidad adecuada para
ser amada. Lo que amamos es el estado, o la esperanza, de ser amados. De ser objetos dignos de amor, de ser reconocidos como tales, y de que se nos dé la prueba de ese reconocimiento.
En suma: para sentir amor por uno mismo, necesitamos ser amados. La negación del amor —la privación del estatus de objeto digno de ser amado— nutre el autoaborrecimiento. El amor a uno mismo está edificado sobre el amor que nos ofrecen los
demás. Si se emplean sustitutos para construirlo, puede haber una semejanza, por fraudulenta que sea, de ese amor. Los otros deben amarnos primero para que podamos
empezar a amarnos a nosotros mismos.
¿Y cómo sabemos que no hemos sido desdeñados o considerados un caso perdido, que el amor está llegando, puede llegar, llegará, que somos dignos de él y por lo tanto tenemos derecho a permitirnos el amour de soi, y a gozar de él? Lo sabemos, creemos saberlo, y cuando nos hablan y nos escuchan confirmamos que nuestra convicción era acertada.
Cuando se nos escucha atentamente, con un interés que delata y señala la voluntad de
responder, suponemos que somos respetados. Es decir, suponemos que lo que pensamos, hacemos o nos proponemos hacer tiene importancia.
Si otros me respetan, obviamente debe haber «en mí» algo que sólo yo puedo ofrecerle a los otros; y obviamente existen esos otros, sin duda, a quienes les gustará y agradecerán el ofrecimiento. Soy importante, y lo que digo y pienso también es importante. No soy un cero, alguien a quien se puede reemplazar y desechar fácilmente. Yo «hago una diferencia», y no sólo para mí mismo. Lo que digo y lo que soy realmente importa, y no se trata tan sólo de una fantasía mía. Sea cual fuere el mundo que me rodea, ese mundo sería más pobre,
menos interesante y menos promisorio si yo súbitamente dejara de existir o me marchara a otra parte.

Amor Líquido - Zygmunt BaumanWhere stories live. Discover now