El reflejo de Blanquita

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Blanquita coloca una vela frente al viejo tocador, con el fuego de la pequeña llama haciendo eco en los espejos, le reza a la imagen de un santo cuyo nombre desconoce.

Junta sus palmas despacio en un intento de olvidar el temblor que le provoca la noche en ese lugar. No recuerda ninguna oración completa, no recuerda el nombre de ningún otro santo, por ello susurra piedad ante cualquier divinidad que la alcance a escuchar.

Se aferra a las creencias de su abuela, a aquellas que observó desde lejos cuando era chica. De ellas solo se quedó con imágenes borrosas. A su abuela de rodillas que lloraba lágrimas a un hombre ensangrentado. Al libro negro sobre la misma mesa donde comía pan, que hablaba de un ángel que vertía su copa en el mar, y este se convertía en sangre como de muerto. A las decenas de rosarios que se repartían para rodear a alguien enfundido en una manta blanca.

Por eso voltea a la medalla de plata de San Benito que su abuela le regaló. El gigantesco metal apenas cabe en sus manos. Lo había colocado cerca de la entrada porque su abuela le dijo que así se capturaría todo mal dentro del lugar.

Los primeros días que ocurrieron las pesadillas, Blanquita optó por mover la medalla al lado de su almohada para que la protegiera de cerca. No creía en demonios. No creía en santos. Pero, en el fondo, mantuvo el metal redondo junto a ella porque no tenía ninguna otra protección contra lo que fuera que le quitara el sueño. A los pocos días la medalla se cubrió de una capa negra y dura; y solo podía leerse la inscripción: Ejus en obitu nostro praesentia muniamus.

Hizo de todo para recuperar sus sueños. Limpió de pies a cabeza el lugar, pasó las manos por los rincones de cada cuarto para sacar todo el polvo, aromatizó las paredes con inciensos de lavanda, lavó la casa entera con siete cubetas de agua y talló los espejos hasta confundir la realidad. Se encontró con un reflejo poderoso, con el de ella misma muriendo.

Todo comenzó como una sensación, unas ganas terribles de aventarse de la cama para despertarse. Era un pequeño roce en la piel que levantaba a Blanquita y la hacía aferrarse a la medalla mientras volteaba a uno de los enormes espejos del cuarto y comprobaba que no había nada reflejado en el espejo. Pero las últimas veces que dejaba la mirada en aquella esquina de su habitación no estaba tan segura de estar sola.

Blanquita con la vela encendida, la mente buscando alguna oración completa y la medalla al lado de su almohada, se acuesta presagiando la peor noche de su vida aferrándose al metal corrompido. Se ve a sí misma en el pensamiento, bailando en el aire y cayendo brutalmente al suelo, contorsionando su cuerpo sin poder manejarlo. Poseída.

Una.

Dos.

Tres.

Blanquita cierra los ojos después de contar para recobrar la tranquilidad.

Al instante sacude sus manos. Se carcajea pensando que está perdiendo la cabeza por las creencias de la abuela. Se observa en el espejo y se levanta para tocar su reflejo. Como si el roce le quemara, inmediatamente decide volver a la cama. Deja la medalla a un lado del tocador y apaga despacio el fuego de la vela. Con el cuerpo a punto de desfallecer, observa la estela de humo que sube antes de volver a su cama.

El humo llega al techo, y en el exacto momento que lo toca, el foco comienza a parpadear.

Uno.

Dos.

Con cada oscilación la luz pierde fuerza. Uno. Dos. Poco a poco los focos de la casa estallan. El de la entrada, la cocina, la sala. Fuertes tronidos acompañados del sonido de miles de fragmentos de vidrio cayendo al suelo. Y el único hilo de luz que queda para acompañarla es el de su cuarto. Aquel que ruge dentro de su interior.

Uno.

Dos.

Desaparece toda luz.

La habitación se cubre de una oscuridad asfixiante, peor que aquella que inunda la calle. Blanquita estira los brazos buscando algo que la sostenga. Intenta pensar de nuevo en un rezo. Bracea. Bracea. No hay nada para sostenerla. No hay oración para alumbrarla.

Uno.

Dos.

Escucha golpes al lado de ella. Uno. Dos. Uno. Dos. Choca contra el tocador, la cera caliente de la vela cae contra su brazos. Cae al suelo. Se abraza a sí misma. A ciegas mantiene la respiración, llora en silencio. Gatea despacio. Uno. Dos. Raspa sus rodillas contra el suelo. Se aproxima al lado de la cama. En silencio, silencio. Palpa con las manos las baldosas. Uno. Dos. Siente arder la piel arder y palpitar. Uno. Dos. Golpe. Golpe. Golpe.

Se detienen.

El silencio la asesina lentamente.

Palpa desesperadamente el suelo. Truena un par de uñas atoradas entre una de las rendijas de las baldosas. Pero no encuentra la medalla.

La luz vuelve.

Blanquita nota la medalla frente a ella. No duda en tomarla en sus manos y sentir la capa ennegrecida con la yema de sus dedos. No puede evitar pensar en el libro oscuro del pasado. Hasta que voltea la medalla, sintiendo la extraña calidez que desprende el objeto, y se da cuenta de que ya nada puede leerse nada de ella.

Avienta el metal lejos. Intenta recobrar la respiración con la medalla balanceandose de un lado a otro, pero ha perdido la voluntad para hacerlo.

Un goteo denso se escucha fuera de la habitación.

Uno.

Dos.

Se levanta despacio, con temor a que las piernas le fallen. Poco a poco se acerca a la puerta, a oscuras, se acerca al sonido tétrico. Pero Blanquita no toca ni por un segundo la sombra fuera de su habitación. La observa.

Los golpes regresan, pero Blanquita sabe exactamente de dónde provienen. Es un golpe sonoro que se expande hasta ella. El golpe de un vidrio. Un golpe atrapado.

Vienen detrás de ella.

Regresa de espaldas al cuarto. El goteo se expresa violentamente junto a los golpes. Blanquita gira la cabeza despacio, con los ojos cerrados piensa en la imagen de su abuela sonriendo mientras reza entre lágrimas.

Blanquita se encuentra ahí, frente al espejo. El reflejo levanta la medalla negra, golpea al vidrio con ella desde adentro. Las manos sangran y manchan el reflejo, pequeñas gotas rojas se expulsan hasta afuera. Alcanzan a rozar el labio de Blanquita.

Uno.

Dos.

La oscuridad la bendice de nuevo.

El espejo se quiebra y, ante ella, cae ante su reflejo.

Blanquita intenta rezar, pero no recuerda ninguna oración completa. No recuerda el nombre de ningún otro santo. Y aunque susurra piedad para cualquier divinidad, no hay ninguna que la alcance a escuchar.



*Traducción:

"Ejus en obitu nostro praesentia muniamus."

Defiéndenenos en la hora de nuestra muerte con tu presencia.



Relato participó en el desafío de Halloween del proyecto: "Las emociones de Osmary." Y la portada la realizó OMCourtley (y la de Carne Humana) como premio del desafío :D

Los cráteres de MarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora