Oasis

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El destino del lobo era desangrarse mientras el azul inmenso pasaba de ella. Los carroñeros tragarían sus ojos y los escorpiones usarían los huesos para cubrirse de la noche. Ciclo de todo donde nunca hay nada intermedio. Pero hubo algo entre la sangre que se mezclaba con la arena del desierto que me atrajo al animal que el sol deshidrataba, cuando pequeñas gotas de sudor se desprendían de mí para morir en el suelo. 

Yo pertenecía a los muni. La secta que dedicaba su existencia a los dioses de la vida y de la muerte. Donde pisábamos creábamos flores, y las marchitábamos también. Donde respirábamos, creábamos para destruir. Ese día rendimos tributo a Lennite. Lo hacíamos cada vez que el lirio inmortal volvía a abrir su botón después de haber marchitado por largas lunas. El lirio era una de esas antiguas historias míticas que nos encantaba poseer. La primera esencia, la primera materia, la primera antes que nadie y nada dentro de este universo.

Las altas cabecillas de los muni recitaban las oraciones y bailaban alrededor de la flor. Movían frenéticamente sus cuerpos mientras aullaban como si fueran jaurías de perros bajo una luna llena. Nosotros, los que aún no nos iniciábamos, nos quedábamos en las filas traseras mientras la sangre caía en nuestras cabezas. Lennite nacía mientras callábamos.

Siempre corría hacia el desierto después del tributo. Era mi favorito, el desierto. Ahí la muerte parece comerse a la vida siempre. La arena, las rocas, el calor, el silencio, la desesperación.

No pensé en Lennite cuando me acerqué al lobo. Tampoco pensé en las creaciones y el equilibrio cuando besé la pata que sangraba. Sin razón alguna, sin querer, simplemente porque sucedió, dejé que viviera.

Anoorti.

Anoorti. Así llamábamos a aquellos que habían jugado demasiado con la balanza. A aquellos que habían otorgado muerte cuando se debía conceder vida. A aquellos que habían regalado vida aun cuando la existencia había declarado muerte. Todos los anoorti eran sentenciados a regalar sus ojos a la tierra. A veces se escuchaban las historias del sabor de las pieles de esos que no siguieron las reglas, pero yo acaricié sin temor al lobo antes de que este corriera de nuevo entre las rocas del desierto. 

Quien me juzgaba era un niño llamado Heruva. Heruva recordaba exactamente las oraciones de los rituales. Sonreía cada vez que la sangre tocaba su cabello, pero juzgaba a la vida y a la muerte como si él no perteneciera a ella. Heruva creía ser un dios.

Quería matarlo. Quería tocar aquel cuerpo y hacerme de cada una de sus respiraciones. De cada uno de sus pensamientos. Quería volver tierra aquellas venas que se manifestaban repitiendo: «Anoorti»

Miré por última vez a Heruva y una pizca de miedo se asomó entre sus ojos. Sin decirle cosa alguna escapé como el lobo.

Un dios no siente tal cosa como el miedo.

Los rukha eran adoradores del fuego. Parecidos a los hombres, con ojos amarillos como los girasoles y altos, altos como los árboles. Eran conocidos por ser una de las razas más brutales que podían haber existido en el universo. Quemaban cada uno de los seres que cruzaba su territorio, no había espacio para la vida en ese lugar. Solo fuego. Solo llamas. Solo rocas. Azufre y algunos humos. Solo ellos.

Nordar fue el rukha que me encontró. Sus ojos amarillos solo expresaban un deseo: fuego. Yo, después de haber vagado por días y noches las tierras del desierto, después de haber creado tantas serpientes y de haberlas matado a todas, me rendí sobre las rocas frente a él.

Me escondió bien, curó mis llagas y me enseñó lo tanto que amaba el fuego, lo tanto que todos deseaban tomar lugar entre las llamas como sus ancestros. Me enseñó los círculos que creaban diferentes llamas, que creaban diferentes espejos dimensionales, que creaban caminos al pasado. Escondió bien la brutalidad, lo tosco de sus palabras y la euforia con la que estaba cargada su tribu. Escondió cada vena salvaje de él que se asomaba entre sus poros.

Bien podría haber extinto cada célula de Nordar en el momento que lo vi. No había nada para mí ahí. No había cosa alguna que pudiera encontrar a la muerte y no había vida alguna que pudiera respirar tanto azufre. Era un vacío.

Aun así, me quedé.

Los años pasaron y cada día fui creando flores para marchitarlas antes de que Nordar regresara a la cueva donde me había escondido. Me quedé en un espacio aislado sin tener en cuenta todos los soles que me perdía. Solo esperaba a Nordar, sin entender por qué me permitía la vida cuando debía entregarme a las llamas. Solo esperaba a Nordar, a que enseñara llamas que iluminaran un puente entre lo que era vida y muerte. El interludio de los dos pilares. Solo esperaba bajo la oscuridad, y a veces, en la entrada de la cueva veía la figura de un lobo, pero siempre estaba demasiado lejos.

—Hay un paraíso en la nada.

Esas fueron las últimas palabras antes de que Nordar fuera entregado a las flamas. Me había mencionado que ellos ofrecían alimento al fuego y mantuvo oculto hasta el último momento el día en que terminaría siendo cenizas. Estaba orgulloso de ser parte del sacrificio y sus ojos brillaron como nunca antes. 

No supe por qué el sabor de la grasa volvía a adentrarse en mi boca cuando salí directamente hacia el festín del fuego de los rukha. Nordar expulsaba llamas hermosas que volaban hasta el cielo a la par que sus gritos de dolor excitaban a todo su grupo.

Nacer para morir. El puente que había dibujado Nordar entre esas dos entidades, comenzaba a ser difuminado por él mismo.

Entonces, solo entonces, entendí que no había sentido alguno. Uno a uno fueron cayendo los rukha. A cambio de silencio de sus gritos, deje crecer lirios entre sus rocas.

Anoorti. 

Traté de tocar las cenizas de Nordar para hacerlas vivir de nuevo. Pero solo pude crear hibiscos toscos y amarillentos. Nordar no quería volver. El puente se había desvanecido completamente.

Messa.

Maldita. El recuerdo de Nordar dolía más. 

El último rakhar había rajado mi muslo con una daga y escapé de nuevo. No sé por cuánto tiempo el desafortunado observó los brotes de lirios a la par que gritaba una y otra vez. 

Había algo entre la sangre que se mezclaba con la arena del desierto que no se podía describir. De nuevo sentía la amargura entre los poros de mi rostro, los carroñeros volaban arriba mío. Flores inocentes iban creciendo en el trayecto de mi sangre solo para morir ahogadas de calor. Tenía la necesidad de correr, así que lo intenté. Caí ante la arena a la tercera zancada. 

Me quedé con los labios probando la tierra seca y creé desesperadamente más lirios a mi alrededor. Los vi torcerse al segundo que nacían, sé que no querían vivir dentro de esa tierra.

Quería matarlo.

Un lobo se acercó a mí. Me pregunté si era real y luego me pregunté si el lobo habría visto algo raro entre la sangre que se mezclaba entre la tierra. Dejé de crear flores en el momento que el animal desprendió un trozo de mi pierna para alimentarse.

Entonces lo supe.

El lobo siguió comiendo en silencio y despacio. Aun así, había algo hermoso entre el cielo que presenciaba la escena.

«Paraíso en la nada.»

Lo supe.

El dios al que quería matar llevaba mi nombre.

Los cráteres de MarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora