Capítulo 20

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· LA PREGUNTA ·

Y mientras Reden se ponía en línea para ubicar al señor Minkoff, junto a su respectivo —y reducido— grupo humano.
Simon, Haya y Saías se dirigían a Aslivot, siguiendo el camino de viejos rieles en desuso. Nuevos, pero en absoluto abandono. En el paisaje podían verse trenes a los costados de sus guías, tumbados de costado, partidos por algún impacto de fuerza mayor. Los depósitos de los mismos, hundidos en la destrucción. Saías veía todo reposando su cabeza en la ventanilla baja de la camioneta Manekker. El sol le obligaba a entrecerrar los ojos, pero no le dificultaba contemplar la tristeza del páramo. El camino enderezó su movimiento pocos kilómetros después, pues lo anterior no fue más que concreto agrietado, levantado por las constantes sacudidas de la guerra pasada.
Haya iba en el baúl, cargando balas en cada rifle disponible, robados de los intrusos que quisieron darlos de baja. Espió a Minkoff por el espacio entre la puerta y el respaldo del asiento que ocupaba.

Notó la sorpresa en sus ojos a medida que avanzaban. Supuso que le sorprendía cada cosa que veía por su carente acceso a la realidad latente.
Con frecuencia, las personas que lograban abandonar el Stratosphere, se mostraban igual. Era normal, pues en la máquina no existían las imperfecciones, ni tenían idea de qué podía haber al otro lado de los muros que los contenían. Ni siquiera aquellos que escapaban del materializado Allegate se salvaban de la sorpresa, el horror dejado por Lyar. La recuperación de estos individuos tendía a ser dolorosa, lenta, sufrida en cada instante. No cualquiera asimilaba que la mayoría de sus conocidos desaparecieron,  murieron o seguían en el sistema. Les podía llevar años si no contaban con alguien cercano, de confianza anterior.

Saías sintió su mirada y dirigió la suya a la mujer. Haya se sonrojó y volvió a su tarea.

—¿Todo bien ahí atrás? —preguntó Simon viéndolos por el retrovisor.

—Sí —respondió ella.

—¿Qué era esto? —curioseó el otro—. ¿Una estación de trenes?

—Exactamente —afirmó—. Era una red muy larga cuando eras pequeño. Llegaba de una punta de Ucrania a la otra. Larga distancia. Lo tomamos al mudarnos a Aslivot. Te quedaste igual de callado y viendo por la ventanilla. Nos mostrabas los caballos que corrían por los campos, los rebaños... Te encantaba viajar en tren.

—¿A qué niño no le gusta, Simon? —agregó Haya con un dejo de burla.

—A mí —respondió—. Lo odiaba. Terminaba descompuesto, con náuseas durante el viaje. Hasta diarrea me daba.

—¡Oye no era necesario tanta descripción al respecto! —protestó mientras Saías estallaba en risas.

—Tú te lo buscaste. ¿Te conté de aquella vez que...?

—¡No! ¡Por favor Simon! —suplicó cubriéndose el rostro con una mano—. No te hagas esto.

—Yo quiero saber —pidió Minkoff. Haya lo fulminó con la mirada.

—Bueno, una vez, siendo muy joven, iba a casa de mis padres después de pasar las vacaciones en casa de mis abuelos —contaba—; y como dije, el tren me da todo menos placer... Mi estómago se revolvió hasta un punto imparable. Primero fueron eructos —su hijo contenía la risa—, no paraba de eructar. No lo contuve, ni hice tiempo de abrir una maldita ventanilla...

—¡Simon! —gritó Haya con asco—. ¡Y tú no le des alas!

—Déjame terminar maldita sea, es una buena anécdota.

—Es asqueroso...

—Cuestión que terminé estrellando el contenido de mi estómago contra el vidrio —Minkoff se dejó llevar por la risa. Retorciéndose a causa de ello—. No sólo eso, sino que hice gritar a todos dentro del vagón. Corrían como locos creyendo que me estaba convirtiendo en alguna cosa... En esos tiempos las películas de zombies eran populares. Supongo que entre lo que expulsé, más mi apariencia de haber pasado semanas con gripe y el hecho de que comí rábanos... Ayudó la imaginación. Fue la combinación más catastrófica que viví. Desde luego que me obligaron a limpiar el charco y mis padres explicaron que había olvidado el Reliverán... Así tengo muchas si gustas.

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