El prejuicio del raptor (Leónidas Küdell)

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Sintió el corazón como un enorme balón comprimiéndole el pecho. Su cuerpo ante la fatiga se había transformado en una gran masa de músculos desarmados, dificultándole su búsqueda. Sus labios ante su desecación comenzaban a punzarle, germinando pequeñas gotas sanguinolentas. Su sed era tiránica, y tan solo el roce de su lengua le escocía.

Pese a sus ruegos moribundos, este clamaba por alguna respuesta, aun sabiendo que en aquel bosque infinito, solo la luna era testigo de su desaliento.

«Que alguien me ayude, ¡por favor! », gimió desesperado, abrazándose.

Sus piernas flaquearon, aunque debía rescatar a Evane del maldito que la había secuestrado. Había logrado escapar pero herido, dificultando todavía más su tarea. El sujeto, fascinado ante la agonía del muchacho, lo había contemplado hipnótico cuando este se arrastraba. Su mirada era un revoltijo de pupilas desorbitadas, tratando de descifrar una muralla en blanco, pasando gradualmente a carcajadas coléricas sin existir razón. Aprovechó de la enajeción del desequilibrado para escapar sin dejar de cuestionarse el porqué de su cometido. No era un hombre de dudosa reputación. El respeto que lo enfundaba, le daba la venia y la confianza con cualquiera de la comunidad. Él era amable y educado. No una bestia que se cubría con el manto de la noche para despertar la verdadera fiera que llevaba en su interior. Corrió gracias a sus últimas fuerzas que le acompañaban, no obstante, cayó violento sobre el pastizal, golpeándose la cabeza con algo gelatinoso y maloliente. Había tropezado con Kelso.

Huyendo le había perdido la pista, ya que este había preferido devolverse hacia el pueblo para pedir ayuda, cuando el boscaje estaba lleno de trampas de todas las formas y tamaños, ya fuesen lazos, estacas y trampillas para lobos, sin embargo, Kelso fue atrapado gracias a un cepo para osos, desgarrándole el tobillo, dejándole el hueso expuesto, y no solo eso; estaba amordazado con alambres de púas alrededor de su tórax. No pudo imaginar la angustia por la que debió de haber pasado. Sus ojos estaban fuera de sus órbitas. Su aspecto no parecía ser la de un ser humano. Con rapidez se tapó la boca, tratando de acallar los gritos que necesitaba expulsar, pero la náusea fue más fuerte. Tragó veloz, abriendo los ojos, observando hacia todos lados. Sabía que la dichosa cabreriza no podía estar muy lejos de allí.

La cabaña, una maldita choza, la protagonista de los cuentos de terror era cierto, por algo estaba en el colectivo diario de los pensamientos a la hora de narrar historias. Muchas estaban abandonadas, infestadas de animales muertos, o hasta medio sostener. A la hora de cazar, nadie deparaba en ellas. No obstante, allí permanecía Evane. La última vez que la había visto le juró que Miller que lo haría, que acabaría con ella, pero él no le había creído. Era inverosímil.

Desesperado se apresuró hacia el lugar. Sabía el camino. Tanto él como como sus amigos solían merodear y esconderse en esta, mas ahora estaba lejos de ser un juego ingenuo como infantil.

La hora del misterio 2: Juego MortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora