La infección (Sebastián Melano )

22 7 0
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.



Europa del Este. Siglo XVIII

Cierto ominoso día de invierno, en medio de una blanca e infausta tempestad, mi carruaje aparcó frente al castillo de mi antiguo amigo, el Conde Albescu, por quien albergaba candorosas reminiscencias de nuestra juventud académica.

Mucho me gustaría decir que la vista de la propiedad acompañaba tales evocaciones esplendorosas, pero lo cierto era que el tiempo había provocado hondos estragos. Pese a que el diseño arquitectónico medieval resultaba imponente y magnánimo, era indiscutible el derruido aspecto de los muros, las profundas cicatrices en la piedra, acrecentado ese aire agónico y decrépito de la fachada, por el impropio clima que la azotaba.

Debí saber en ese momento que, aquella imagen lúgubre y mortecina exterior, era un presagio de lo que sus pétreas murallas albergaban. Debí imaginarlo porque el motivo de mi visita era despedirme de su ocupante, quien atravesaba un delicado estado de salud. Pero, debo confesar que mi corazón guardaba la férvida esperanza de que la noticia sobre su extraña enfermedad, la cual me había sido comunicada a través de una carta, fuese una exageración más de la excéntrica, a veces exacerbada, personalidad de mi viejo compañero.

No obstante, bastó cruzar las amplias puertas, para confirmar que lo escrito en la epístola era verídico.

El osco mayordomo de edad avanzada, que me dio la bienvenida y se ocupó de mi equipaje, me condujo hasta la formidable biblioteca donde pude reconocer, no sin esfuerzo, los despojos de aquel, que en su tiempo, había sido "mi flamante colega" el Conde Albescu.

De no ser por el espasmódico movimiento de su pecho hubiera pensado que esa postrera hora "del final" se había adelantado. No es extremo decir que el pálido tinte de su piel, la rigidez de su cuello, los músculos tensos, eran propios de un cadáver. Pero respiraba, aunque no sin dificultad.

Me pregunté si debía retirarme para dejarlo descansar y que fuese la misma naturaleza, de esa atípica condición que lo envolvía y lo había puesto a dormir un sueño casi eterno, la que lo trajera de nuevo a la realidad.

Apenas tuve tiempo de especular al respecto, ya que sus orbes se abrieron regalándome el destello de unas negras y brillantes pupilas dilatadas. ¡Juro que fue como ver dos pozos ciegos!

Mi corazón se sobresaltó ante su tenebroso escrutinio. Un tétrico sentimiento de oquedad y desesperanza me recorrió.

—¿Vasile eres tú?—dijo, con una voz espectral. Me sorprendió, sin embargo, su reconocimiento.

Una sonrisa ajena a sus dolientes rasgos se dibujó en su rostro. Tal vez no todo estaba perdido... aún.

—¡Mi querido amigo!—exclamé, dirigiéndome a su encuentro.

No quería que abandonara su posición de comodidad en aquel sofá de negro terciopelo.

El contacto corporal volvió a provocarme un encogimiento en el estómago. Bajo su atuendo principesco, estaba famélico. Pese a ello, la alegría por mi llegada solapaba cualquier otro pesar.

La hora del misterio 2: Juego MortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora