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El viernes llegó casi a las patadas

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El viernes llegó casi a las patadas.

No había vuelto a saber de Diana desde que lo encontró en compañía de su primo, desde que había dejado entrever que tenía parte de la culpa en las intenciones cantadas por Caleb de enamorarlo, de estarse con él muy a pesar de ella.

Su móvil nunca había permanecido tanto tiempo en silencio. No dejaba de pensar, una y otra vez, en replicarle a Caleb una prohibición, una palabra fuerte y sonante para intentar alejarlo, para intentar deshacerse de él y buscar enmendarse con Diana, volver a la normalidad.

Aquello era una fantasía, solo eso. Una fantasía en la que él podía bajar la palanca que lo hacía pensar y repensar en aquel muchacho de cabellera nocturna. Solo sentía los latidos de su corazón enloquecer, así como enloquecía él porque no pudo besarlo de nuevo.

–Un tarado –musitó, todavía tendido sobre la cama; –Eso es lo que eres, Jeremy Norton: un tarado de primera categoría.

El móvil era, en parte, un enemigo. No podía tomarlo porque había, en su base de datos, dos rincones que invadiría traicionado por sus propios impulsos.

Buscaría, en una u otra esquina, aquella foto, aquel recuerdo, todavía anhelado, en que su figura duerme en los brazos del muchacho de ojos azules.

Aquello que Caleb le había dicho a Diana, con esa valentía salida de ninguna parte, tal vez provocada por su propia presencia, lo había puesto entre la espada y la pared.

¿En verdad Caleb está dispuesto a provocar una guerra santa, una guerra sin cuartel, con tal de conquistarlo a él, de conquistar su corazón y reclamarlo como suyo?

La idea lo llenaba de una emoción inusitada, una adrenalina sin frenos, una euforia que no tenía otro nombre más que el de Caleb.

¿Y Diana?

Si tanto sentía en su corazón que quería dejarse caer sobre los brazos del primo de su novia ¿por qué insistía en hacer lo contrario? ¿Por qué esa contradictoria y afanada búsqueda de cortar lazos con el que, según Diana, era el verdadero enemigo?

Cosas de la adolescencia, quizá.

–¿Acaso no podía pasarle a otro? –se pregunta llevándose las manos al pecho; –¿No había alguien más? ¡Joder!

Había alguien más, lo sabía.

Había otros y, tras ellos, otros más. Pero ninguno podía ocupar el lugar de otro, solo el que se le había destinado a ocupar, a vivir, a sentir, a padecer, a disfrutar: cada quien tiene su esquina y cada esquina tiene sus posibles e imposibles, sus amores y desamores, sus gustos y disgustos, todos a medio conectar con los demás.

Y el suyo está, casualmente, a medio conectar con el de Caleb, conexión que él mismo, porque así lo quiso, puso en sintonía al dejarse arropar por las palabras que no se dijeron, al dejarse llevar por las intenciones que el otro mostró con temor, al dejarse derribar por una sensación que, sabía, no era correcta, no era posible, no era suya.

Sensible e insensato -Privilegio- ©Onde histórias criam vida. Descubra agora