Esta ama de llaves sale a correr

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Ese olor.

Ese repugnante olor a manzana podrida. Ese olor que emana un cuerpo impregnado por el deseo, sumergido en las más bajas tentaciones, victima del placer efímero. Tantas veces lo había olido salir de un humano durante mi larga existencia. Pero era la primera vez que, quien lo desprendía, era uno de mi misma especie. Yo mismo, sin ir más lejos.

Mi amo estaba sentado en un extremo de la mesa del comedor, desayunando. No me había dirigido una sola mirada en toda la mañana. Estoy seguro de que, si hubiera sabido cómo hacerlo, se hubiera vestido él solo con tal de pasar el menos tiempo posible a mi lado. Y no era para menos, al fin y al cabo me había visto acostarme con su tataranieta.

No parecía estar enfadado conmigo. Simplemente le daba vergüenza mirarme a la cara. Después de todo lo que había vivido este niño y para él todo aquello parecía un enorme tabú. No lograba entenderlo.

No lograba entender nada, en realidad. No comprendía, no tenía cabida en mi cabeza de más de cinco mil años que yo (¡YO!) pudiera acabar… Por Dios, me daba asco solo pensarlo.

Entonces alguien llamó a la puerta del comedor.

–¿Da su permiso, conde?– preguntó Isabel, desde el otro lado.

Ciel carraspeó. ¿Estaba o no preparado para enfrentarse a su tataranieta después de lo ocurrido en la anterior velada?

–A-adelante– dijo.

El pomo de la puerta empezó a girar. Sentí como todos músculos de mi cuerpo humano, desde las caderas hasta los hombros, se erguían en completa tensión. ¿Y yo? ¿Estaba preparado?

«Pues claro que lo estás» me dije «imbécil».

La señorita Isabel asomó su cabeza, sonriente, notablemente mejorada en comparación a cómo estaba después de la pelea de la noche anterior. Sus quemaduras habían desaparecido casi por completo, solo algunos rastros rosados quedaban en sus mejillas y frente, nada que estropeara su fino y noble rostro.

–Buenos días–dijo, al entrar del todo en la habitación.

Llevaba puesta una especie de chaqueta que no había visto nunca. Era azul claro, con una cremallera blanca que la cerraba hasta el cuello, pero que ella llevaba abierta hasta un poco por debajo de sus pechos, dejando ver una camiseta blanca sin mucho cuello que digamos. Sus pantalones parecían hechos con la misma tela que la chaqueta y no dejaban nada a la imaginación. Si no veías perfectamente las curvas de sus piernas, es que necesitabas gafas urgentemente.

Detrás de ella y con la misma sonrisa de vitalidad en el rostro, entré yo. Bueno, no yo, ya me entendéis. Madre mía, qué complicado es esto, de verdad.

Llevaba unos pantalones de tela vaquera negra, como los del día anterior; una camisa blanca con los dos botones del cuello sin abrochar y una corbata negra medio desatada. Seguía sin llevar guantes o algo que le tapara las manos. Ya casi me había olvidado de cómo se veía mi mano izquierda sin ningún símbolo gravado en ella.

–Buenos días– dijo Sebas, mirándonos a Ciel y a mí fijamente.

–Buenos días– contestamos mi amo y yo al unísono, observando como Sebas se sentaba, mientras que Isabel tan solo agarraba su taza de té, vertía la bebida ardiente dentro desde la tetera y se la bebía de un trago.

–¿Qué tal están los chicos?– preguntó Isabel.

–Siguen durmiendo, pero están bien, según Sebastian– contestó mi amo– ¿verdad?– me miró.

Asentí, mirándole fugazmente. Pero, inmediatamente, volví mi vista hacia Isabel.

–Lo siento, no tengo tiempo para quedarme a desayunar– dijo, mientras agarraba una servilleta y se limpiaba los labios–, de verdad, necesito salir a correr un rato. 

Kuroshitsuji: solo soy una simple ama de llavesWhere stories live. Discover now