04

2.2K 91 1
                                    

Fue así como acabé en la comisaría de policía a medianoche, custodiada por un teniente de policía enfurecido.

Me llevó hasta su despacho, me empujó hacia una silla y ladró:

—Ahora, ¡quédate aquí! —Y salió.

Yo misma estaba que ardía de rabia. Le había dicho lo que pensaba durante el trayecto hasta la comisaría, sin usar palabras procaces ni amenazarlo, desde luego, puesto que probablemente habría usado eso como un pretexto para detenerme de verdad. Y estoy segura de que lo habría hecho porque estaba muy enfadado. Ahora ya no tenía nada más que decir, salvo si entraba en el terreno personal, cosa que no pensaba hacer. Así que, además de estar enfadada, también me sentía frustrada.

Me incorporé de un salto en cuanto él salió y cerró la puerta y, sólo para demostrarle lo que vale un peine, fui y me senté en su silla. ¡Toma!

Ya lo sé. Era una actitud infantil. Y sabía que, infantil o no, a él le molestaría. Molestarlo se estaba convirtiendo en algo tan divertido como hacérmelo con él.

Era una silla grande. Tenía que serlo porque él era un hombre grande. Además, era de cuero, lo cual me agradó. La hice girar y me di una vuelta entera. Miré los archivos en su mesa, pero lo hice rápido, pensando que aquello era probablemente un delito, una falta, o algo. No vi nada interesante sobre nadie que conociera.

Abrí el cajón de en medio de la mesa y saqué un boli, y luego busqué una libreta en los otros cajones.

Al final, encontré una, la puse sobre las carpetas en la mesa y empecé a anotar una lista de sus infracciones. No todas, desde luego, sólo las que había cometido esa noche.

Volvió con una Coca-cola Diet, y se quedó de piedra al verme sentada a su mesa. Cerró la puerta lenta y deliberadamente y con una voz grave, de juicio final, preguntó:

—¿Se puede saber qué haces?

—Anotando todas las cosas que has hecho para no olvidarme de nada cuando hable con mi abogado.

Dejó la Coca-cola Diet sobre la mesa con un golpe seco y me arrancó la libreta de las manos. La giró, leyó la primera anotación y me miró con expresión ceñuda.

—Maltratar a la testigo y causarle magulladuras en un brazo —leyó—. Estas no son más que chorra…

Levanté el brazo izquierdo y le enseñé las magulladuras que me había dejado por detrás del brazo cuando me obligó físicamente a subir a su coche. Él se interrumpió en mitad de la frase.

—Diablos —dijo con voz suave, templando su arranque de ira—. Lo siento, no tenía intención de hacerte daño.

Sí, claro. Por eso me había dejado ir como si fuera una patata caliente dos años antes. Me había hecho daño, eso no se podía negar. Y no había tenido ni la decencia de decirme por qué, que era lo que más me había enfurecido.

Se sentó en el borde de la mesa con gesto brusco y siguió leyendo.

—Detención ilegal. Secuestro… ¿Secuestro?

—Me has sacado a la fuerza de mi despacho y me has traído a otro lugar donde yo no quería estar. A mí eso me suena a secuestro.

Él soltó un bufido y siguió leyendo mi lista de quejas, entre las que había incluido el uso de lenguaje procaz, una actitud presuntuosa y malos modales. Ni siquiera me había dado las gracias por el café. Y también incluía otros términos legales, como coerción, acoso y abuso de autoridad, además de impedirme llamar a mi abogado, aunque sin dejar que se colaran detalles.

Maldito sea, porque cuando llegó al final de la lista empezó a sonreír. Yo no quería que sonriera. Quería que se diera cuenta de lo bruto que había sido.

Muerto de Amor (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora