MI AMADO HIJO.

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Me encuentro en mitad de la noche esperando que el vigilante termine su recorrido.
He esperado este momento durante tanto tiempo que no me molestan estos minutos; de hecho, me sirven para hacer un recuento de todo lo que sucedió hace un año.
Me casé con una hermosa e inteligente mujer que, si bien tenía defectos como ser demasiado celosa hasta el punto de revisar mis cuentas de correos, así como mi whattsapp, las cosas en lo general iban de manera maravillosa. Cuando pensé que mi felicidad no podía crecer más, nació mi hijo Sergito.
Desde que lo vi en la sala del hospital, inmediatamente después de que mi esposa Fernanda lo había dado a luz, me enamoré de él.
Fueron años maravillosos, pues recuerdo con dulzura su manera curiosa de contemplarme, sus primeros pasos, la ocasión en que me miró y me dijo “papá” así como sus cumpleaños donde sin escatimar gastos, invitamos a familia y amigos a festejar esas felices fechas.
Aún en este terrible momento se me humedecen los ojos cuando llegó del kínder para enseñarme las burdas letras que había escrito en su cuaderno de tareas; como todo orgulloso padre, pensé en el momento en que se hiciera cargo de la pequeña empresa que había construido a lo largo de mi vida laboral, la cual le daba a mi familia una cómoda vida llena de lujos, que no cualquier persona puede tener.
De los momentos más memorables de la corta vida de mi hijo, recuerdo con claridad la ocasión cuando terminó su primer curso escolar de educación básica; Sergito tenía seis años cuando fuimos a la ceremonia. Saqué incontables fotos de cuando subió al estrado frente a toda la comunidad estudiantil para dar el discurso de despedida; decidí que teníamos que celebrar llevándome a mi familia a Disneylandia, sueño que yo siempre acuñé desde niño, el cual, sin ser un deseo propio de mi hijo, pensé que le gustaría.
Desgraciadamente, después de las vacaciones de verano, las cosas comenzaron a cambiar.
Y cambiaron para mal.
El comportamiento de Fernanda se hizo cada vez más extraño, pues no había día en que yo regresara de trabajar y ella me recibiera con un sinfín de quejas de mi amado hijo; al principio pensé que eran los clásicos celos que tienen muchas mujeres al ver que su marido les pone más atención a los hijos que ellas, a pesar de que yo trataba de no descuidar mi relación con ella, pues no dejaba de llevarle regalos y tener detalles románticos. Aun así, reconozco mi grado de culpa, pues como mi niño era todo mi orgullo, pasaba largos ratos con él; habíamos contratado a una persona que le ayudara a mi mujer con el quehacer de la casa y yo, al ser dueño de mi propia compañía, regresaba temprano a nuestra casa, para inmediatamente tomar a mi chiquillo e irme con él a pasar las tardes, ya sea comiendo en algún restaurante de comida rápida o simplemente ir al parque cercano a jugar futbol; me encantaba su habilidad con el balón por lo que, como todo padre, incluso soñaba con el día en que Sergito se convirtiera en un futbolista profesional y que en la cúspide de su fama dijera: “Todo se lo debo a mi padre”.
Sé que todo eso es simple arrogancia, pero ¿Qué padre no piensa lo mismo de su hijo?
Desgraciadamente, nada era suficiente para mi mujer, a la cual cada vez entendía menos, pues no perdía oportunidad alguna para criticar a nuestro hijo; que si hacía travesuras, que si no la obedecía, etcétera.
Pero lo peor estaba por venir.
Mi esposa dejó de acercarse a Sergito; yo me encontraba extremadamente preocupado por el hecho por lo que la cuestioné y quedé con la boca abierta cuando ella me dijo con miedo en la voz:
-Ese niño tiene extraño-.
Me daba cuenta que mi esposa se estaba volviendo loca, pues no era posible que dijera eso de su propio hijo, el cual a esas alturas contaba con ocho inocentes años de edad, y más cuando el pobre niño se portaba de lo más cariñoso conmigo; lo que más me preocupaba era el verdadero terror que mostraba la cara de mi mujer cuando el chiquillo estaba cerca de ella.
Empecé a sentir temor por mi hijo.
Hasta que ocurrió lo más horrendo que he experimentado en mi vida.
Regresé más temprano que de costumbre, pues dadas las circunstancias que vivía en mi propia casa, no me podía concentrar en mi trabajo; cuando llegué a mi casa solo un silencio sepulcral me contestó cuando avisé de mi llegada.
Nada me podría preparar para lo que vi.
Estaba mi pequeño Sergito acostado en el sofá de la sala, completamente inconsciente; lo peor no fue eso, sino que estaba bañado en sangre y un cuchillo yacía a su lado, como mudo testigo de la desgracia que acababa de ocurrir.
Me desmayé.
No recuerdo los detalles de la tragedia que viví, pensé mientras el guardia del hospital daba vuelta en la esquina, para terminar su ronda nocturna; lo último que recuerdo es que internaron a mi Sergito en este hospital donde los doctores me dijeron que lo hacían como medida de seguridad, pero yo sé que solo conmigo estaría a salvo.
No quiero que mi esposa vuelva a atentar contra su vida.
Saco del morral que traigo en mi espalda unas pinzas y comienzo a cortar el alambrado que protege el nosocomio y una vez que se abre un hueco para permitirme pasar, entró en los jardines de la institución de salud.
Hay cámaras que vigilan el jardín y que envían sus imágenes a la caseta de los guardias, pero tengo tan estudiados los aparatos por lo que en cuento giran para dirigirse a la entrada principal, corro desesperadamente hacia una de las ventanas, confiado en la ropa negra que visto, me puede hacer pasar desapercibido; cuando llego ahí cortó también el alambrado que cubre dicha ventana y tratando de hacer el menor ruido posible, rompo el vidrio para meter la mano y abrir la cerradura; aun así, espero un momento para comprobar que nadie me ha oído y cuando compruebo que solo se escucha el silencio de la noche, dejo el morral bajo un matorral pues no quiero que me estorbe en el escape y me introduzco en el hospital.
Me dirijo a las escaleras hasta subir hasta el sexto piso y me dirijo hasta el cuarto 616, que es donde se encuentra mi pequeño; lo sé porque he venido un par de ocasiones, pero nunca me han dejado verlo, pues me han dicho que su estado es tan deplorable que no es conveniente que yo lo visite.
Una razón más para llevármelo de aquí.
No entiendo como un doctor puede impedirle a un padre ver a su propio hijo.
Llego a la puerta principal del pabellón infantil y noto que está cerrada con llave; así lo esperaba, motivo por el cual me hice experto en abrir cerraduras, por lo que saco las ganzúas que llevo en el bolsillo de mi chamarra y comienzo a maniobrar; la cerradura no opone gran resistencia, por lo que en un par de minutos el cerrojo cede bajo mis expertas manos; entro sigilosamente y recorro todo el pasillo alumbrado por un par de tímidas luces que penden del techo. Una vez que encuentro el cuarto de Sergito, contemplo la puerta la cual también está cerrada con candado; sé que lo hacen para que mi esposa no lo pueda atacar nuevamente, pero aun así me angustio al darme cuenta que mi hijo está encerrado; maniobró el dispositivo el cual me cuesta más trabajo que el anterior, pero después de cinco interminables minutos en los cuales el sudor que baña mi cara me impide ver por momentos, finalmente logró abrir.
Comienzo a sonreír, pero cuando estoy a punto de abrir la puerta, escucho una voz detrás de mí que me dice:
-¡Señor Rosales; esta vez llegó más lejos que de costumbre!-.
Volteo sorprendido y veo al doctor Sánchez, quien ha atendido a mi pequeño desde que fue internado en este lugar, y que ahora está flanqueado por dos enormes guardias vestidos de azul, que me miran amenazadoramente.
No me amilano y contesto desafiante:
-¡No me detenga doctor; estoy dispuesto a llevarme a mi hijo!-.
Meto la mano en mi chamarra y le advierto:
-¡traigo una pistola aquí adentro y nadie me va a impedir llevarme a mi amado hijo!-.
Sánchez emite un suspiro de resignación y me contesta:
-No señor Rosales, usted no trae una pistola-.
Y relajando las facciones del rostro, me cuestiona:
-Dígame señor Rosales, ¿Por qué se quiere llevar a su hijo?-.
Contesto extrañado:
-¡Usted lo sabe doctor; no quiero que mi esposa lo encuentre y le vuelva a hacer daño!-.
El galeno dice tranquilamente:
-¿Daño; que daño le podría hacer su esposa?-.
Me desespero cada vez más y le grito:
-¡Ya una vez quiso matarlo y no estoy dispuesto a que vuelva a intentarlo!-. Tomo una bocanada de aire y continuó preocupado. -¡Aquí puede estar seguro, pero yo sé el único lugar donde no corre peligro es a mi lado!-.
El doctor sonríe tristemente y me dice con voz suave:
-¿No recuerda lo que pasó?-.
Al borde de la exasperación le reclamo:
-¡Claro que lo sé; mi esposa quiso matar a mi pequeño!-.
Sánchez me pone la mano en el hombro y de manera amigable exclama:
-Su esposa no quiso matar a su hijo-.
Hizo una pausa y soltó la bomba:
-Su hijo mató a su esposa-.
Sentí que las piernas se me doblaban y caí de rodillas para llorar desconsoladamente; el doctor guardó silencio unos instantes e inclinándose me explicó:
-Verá señor Rosales; su hijo nació con una malformación congénita en su cerebro, lo cual le impide sentir las emociones que experimenta una persona normal. Sentimientos como la compasión, la empatía e incluso el amor le son desconocidos-.
Hizo una pausa para que yo asimilara la información y culminó:
-En pocas palabras; su hijo nació siendo malvado-.
Cuando yo levanté la mirada confundida, el doctor me agarró del brazo y acercándome a la mirilla de la habitación de Sergito, me dijo:
-Compruébelo usted mismo-.
Me acerqué con temor a la pequeña ventanilla y cuando mi cara estuvo a cinco centímetros del grueso cristal, mi amado hijo se asomó también.
Sonreí con ternura al contemplar sus mejillas sonrosadas y su sedoso cabello, que yo gustaba revolver de manera cariñosa en el pasado.
En eso, lo miré directamente a los ojos.
Fue como asomarse al borde de un abismo.
Un abismo en cuyo fondo había un sinfín de demonios que bailaban burlándose de mí.
Cerré los ojos apretadamente, lo que provocó que mis lágrimas corrieran más rápidamente.
Sánchez explicó detrás de mí.
-No hay ninguna legislación que pueda mandar a un niño de ocho años a la cárcel por lo que hizo Sergito y por eso lo enviaron a este manicomio; no para protegerlo, sino más bien para proteger a las demás personas de él-.
De repente todos mis recuerdos se agolparon en mi mente.
Recordé las ocasiones que le había comprado mascotas, todas las cuales habían muerto de manera trágica; las bromas tan horrendas que le hacía a la señora de la limpieza y la manera tan despectiva como se dirigía a mi esposa quien al darse cuenta del alma tan negra que tenía mi pequeño, había muerto asesinada por el chiquillo.
Mi enorme amor por él me había cegado por completo.
El doctor concluyó:
-No tiene caso que se atormente; no hay nada que se pueda hacer por su hijo-.
Me enjugué mis lágrimas y entonces recordé algo, por lo que pregunté tristemente:
-¿Entonces no es la primera que intento rescatarlo?-.
Sánchez dijo comprensivo:
-Mire su ropa-.
Bajé la mirada y quedé horrorizado al darme cuenta que la ropa negra que yo imaginaba que traía puesta, ahora se había convertido en un largo camisón blanco.
La última pieza del rompecabezas acaba de encajar en su lugar.
El psiquiatra me dijo amablemente:
-No se preocupe; lo vamos a llevar a descansar y mis ayudantes le darán un tranquilizante para que pueda dormir-.
Comencé a caminar arrastrando los pies, no sin antes escuchar la última orden que el doctor le dio a uno de los enfermeros:
-Después del tranquilizante, llévenlo al pabellón de los perturbados mentales incurables-.

Cris Harris. Todos los derechos reservados.

~asesinos seriales~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora