2. La Chispa

2 0 0
                                    


A la distancia se escuchaba el marchar de los hombres uniformados. Marchaban de una manera tan sincronizada que cada paso que sus pasos emitían una especie de tonada, como una canción anunciando su llegada. Cubiertos con sus uniformes que podían camuflarse con facilidad en la tundra, los Pacificadores avanzaban a través de la larga calzada. No estaban muy lejos de la aldea que buscaban, sin embargo sus habitantes podían escucharlos aproximarse.

Eran muchos, quizás demasiados para el caso que se había presentado en el lugar, pero no les importaba eso; les importaba que las cosas se hicieran y que no se repitieran los incidentes.

Se hallaban en algún remoto lugar de Kazajistán, entre una serie de pueblos y villas al pie de algunas montañas altas y frías. Cada pueblo estaba separado de otro al menos unos cuarenta kilómetros, y sobre la extensa distancia que se abría entre ellos florecía un espeso y frío bosque.

Los Pacificadores fueron reportados de los sucesos en esos lugares, y según el Canario, había una especie de conexión entre las aldeas que circundaban esas frías e inhóspitas laderas. ¿Cuál? No lo sabían, pero estaban a punto de averiguarlo.

El Canario era un informante anónimo que se presentaba de vez en cuando ante los Pacificadores o los Neutralizadores. Nadie lo conocía, nadie sabía quién era ni de dónde provenían sus mensajes; lo único que sabían es que llegaban, y cuando lo hacían, solían ser ciertos. Uno de los más grandes e impactantes mensajes que recibieron por parte de él fue aquél que les informó acerca del asesinato de Coronia hacía casi un mes atrás. El mensaje contenía estrategias y formas de recolectar evidencia que, al final de cuentas, los dirigieron hacia Véctor, el asesino. La evidencia que habían recolectado en su contra, aunque secreta y desconocida para casi todo el mundo, era más que suficiente para corroborar que él había matado a su propia madre, y cuando lo hubieron atrapado, agradecieron y un granito más de confianza se agregó a la gigantesca montaña que ya pertenecía al Canario.

Ahora se dirigían hacia la última de estas pequeñas aldeas y no tenían ni la más mínima idea de lo que se encontrarían.

Dentro de una de las catorce cabañas que había en el pintoresco y pequeño pueblo se estaba llevando a cabo una reunión muy importante. Alrededor de veinte personas se encontraban congregadas y esperaban, con paciencia, instrucciones.

Era la casa más grande del pueblo y habían movido todos los muebles hacia las paredes para que hubiera más espacio. Estaban amontonados en lo que antes había sido la sala estar de la casa, y miraban, aguardando, hacia la puerta que llevaba a la cocina de la vivienda. En la cocina había una trampilla que conectaba el resto del lugar con el sótano, y dentro del mismo se encontraba el hombre que luego les daría instrucciones sobre qué harían. No estaban impacientes pues entendían; y no sentían miedo, pues comprendían.

Cuando las pisadas de los hombres uniformados se hicieron muy fuertes, uno de los hombres que se hallaba dentro de la casa se dirigió hacia una bolsa negra grandísima que estaba en la esquina de la sala. La abrió y empezó a sacar de ella paquetes que se fueron pasando entre ellos. Éstos contenían una vestimenta morada, como si fuera una gabardina pero de una tela vieja y opaca, una caja, y una máscara.

Las máscaras eran distintas entre sí pero sólo por unos detalles minúsculos, como el tono rojizo de la nariz y la intensidad con la que los ojos negros estaban delineados. Eran máscaras de payasos, y alrededor del frío látex del que estaban hechas, en la parte que correspondería a la nuca del portador, había pelo rizado con colores que variaban desde el rosa hasta el verde y el anaranjado. Las personas, hombres y mujeres, se vistieron sin rechistar y sin que nadie les ordenara nada, y esperaron.

El Príncipe de la Ciudad del CieloWhere stories live. Discover now