CAPÍTULO 2: EN EL FRÍO DE UN BOSQUE

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Mayo de 2010, un profesor, en un salón de una universidad declaraba ante un grupo de sus estudiantes que en poco más de 10 años, el mundo sería el terreno favorito para que un virus haga de las suyas, todo por una mala combinación en la comida. El lugar elegido sería nada más y nada menos que China, país que se caracteriza por su extraña gastronomía. "Todo lo que se mueve es comida". Esta sería la excusa perfecta para que la verdadera intención del brote de este mal sea distorsionado, argumentando que las extrañas costumbres de los chinos provocaron la aparición de un virus. "Nadie sospecharía", dijo el profesor, pero también añadiría que esto sería parte de una guerra, no como la conocemos, entre las potencias, para ese entonces. Como una especie de boicot en contra del aplastante avance del gigante asiático. "Profesor, ¿quiere decir que todo estará armado?", le pregunta un estudiante. "Tu lo has dicho", responde el profesor.

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Max Brown, uno de los científicos seleccionados para llevar a cabo el Plan V, se despidió un 5 de septiembre de 2019 de su esposa, con la excusa de que había conseguido un trabajo, con un sueldo jugoso, para permanecer por tres meses en una ciudad intermedia del Este del país encontrando una cura para una enfermedad que azota a los pobladores de una esa región frontera con Canadá. Max, de edad avanzada y a punto de entrar en la jubilación después de servir por más de 35 años como médico bioquímico, vivía con su esposa en Seattle. Sus hijos, ya mayores y con sus respectivas familias, de vez en cuando los visitaban, ya que dos de ellos vivían en Europa y una en Asia. En fin, a Max le costó tener que notificar sobre eso a su esposa, ya que esto significaría dejarla por alrededor de noventa días, tal vez más.

Llegó el día del viaje, el bioquímico se despidió de su esposa, pero antes de atravesar el dintel de la puerta, Max volteó y la abrazó. En ese preciso instante, cuando sintió el contacto con el cuerpo de ella, su memoria trajo al presente todos los recuerdos de su familia: su esposa, sus hijos, sus nietos, sus padres que ya habían fallecido hace alrededor de 10 años, y su hermano, de quien hace tiempo no recibía información, más específicamente, desde la muerte de su madre. Es como si la misma tierra se lo hubiera tragado junto con la muerte de sus progenitores. Su hermano era mayor por algunos años y era alguien con quién hace ya muchos años no tenía contacto, pero extrañamente ese instante, su recuerdo llegó a su mente.

Finalizado el abrazo, Max regresó a la realidad de su mundo de recuerdos. Era consciente de que este era un trabajo arriesgado, por lo que le informaron (como lo es todo lo confidencial), pero antes de alcanzar la jubilación, él quería hacer algo más. Ese apetito por aventurarse una vez más en lo que tanto lo gusta hacer, era lo que lo motivaba, y el pago, que venía con lo que tanto le apasionaba, no venía nada mal. Antes de salir, el prometió a su esposa que esta sería la última vez.

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Viernes, 6 de septiembre de 2019. El equipo de científicos, custodiados por algunos militares, arribaron al bosque de Matanuska Glacier, ubicado al sur del Estado de Alaska. Un bosque de difícil acceso para el cualquier persona, incluso existen ciertos espacios de este terreno que aún no fueron pisados por el hombre, haciendo de este lugar el campo perfecto para llevar a cabo los planes del gobierno de Estados Unidos y la cadena farmacéutica Novar, a la cabeza de su propietario Richard Sisgby.

Fue necesario un par de días para adecuar un cuartel abandonado y transformarlo en un laboratorio escondido entre los impenetrables árboles de ese alejado bosque. Los científicos, al ser seleccionados entre muchos, tuvieron que firmar un documento que los condicionaba a callar durante y después del tiempo de su trabajo. El documento traía plasmado, además, una amenaza en caso de no cumplir con esto: la seguridad, incluso la vida de la familia del científico, correrían peligro. Para evitar cualquier especie de distracción o tentación, se les despojó de sus aparatos móviles, es más, se les privó de tener acceso a cualquier medio que los contacte con el mundo más allá de ese bosque. El mismo gobierno les proporcionaría la alimentación necesaria y la farmacéutica Novar facilitaría los equipos.

El laboratorio contaba con numerosas salas según la sección correspondiente a lo largo de un extenso pasillo. Al final de este, se atravesaba una puerta que llevaba a un patio trasero donde se encontraban diferentes dormitorios para que tanto los científicos como los militares descansen. Más allá se encontraba una sala, que funcionaba como comedor, y a un costado, en el mismo ambiente, la cocina que era ocupado por un cocinero y dos cocineras que tenían la tarea de alimentar a los 12 científicos y 20 militares. Todo este lugar estaba adecuado para enfrentar las inclemencias del ambiente frío que llegaba a los 10° bajo cero.

El nivel de presión bajo el cual tenían que trabajar los seleccionados era al límite. Como si se tratará de desactivar una bomba mientras una pistola apuntaba a la nuca y bajo el riesgo de que no solo el perdería su vida, sino un grupo de personas, ya que el explosivo una vez que entre en contacto con algo, activaría una cuenta regresiva que notificaba un estallido. Todo estaba en sus manos. Solo que hay un pequeña diferencia con esta corta ilustración. El trabajo en este laboratorio consistía no en salvar a alguien, sino en crear el arma que mate a muchos. El tiempo no era de unos segundos, el tiempo era de 90 días para llevar a cabo el plan. Sumados a esto está el hecho de que de cinco a siete veces al día, el mismo Sigsby hacia una llamada para informarse de cómo iban los avances, y el presidente de los Estados Unidos ordenó a los miembros del ejército presionar a los científicos a lo largo del desarrollo del Plan V, hasta su culminación.

Cada uno de los encargados de cumplir con esta labor, podía poseer una fotografía de su familia o seres queridos, esto era lo único que podían llevar consigo a lo largo del tiempo que estarían lejos de sus hogares. El objetivo de esto era motivar, de alguna manera, a que los profesionales se empeñen en su trabajo por los suyos, ya que estar ahí, incumbía su bienestar. Dichas imágenes estaban colgadas frente a sus camas, con la intención de que al momento de despertar, lo primero que viesen fuese eso, los rostros por quienes darían todo.

Los 12 elegidos venían de diferentes partes del país. Cada uno de ellos son un historial laboral y académico muy diferente, pero similar en lo espectacular por el contenido de sus hojas de vida. Solo uno de ellos era de origen chino, no podía faltar alguien de esa nacionalidad, ya que su país sería el lugar para llevar a cabo el experimento, y que mejor que un ex trabajador del Instituto de Virología del Wuhan. Su nombre es Chen Meiyu, un hombre de 56 años con especialización en bacteorología y más de 30 años de recorrido. Vivía en Wuhan, junto a su hija de 25 años. De su esposa, prefiere no dar información.

Entre la seriedad y los saludos formales, que venían bien en el frió de Alaska, de todos en este laboratorio, Max sería el primero en romper el hielo al preguntar a Meiyu por la dirección del baño. Este sería el inicio para que surja una especie de amistad entre ambos profesionales. La presentación de cada uno, comenzando por los nombres y ciudad de origen, darían lugar a preguntar que actividades desempañaba antes de estar ahí, luego a preguntar por sus respectivas familias, después a preguntarse el motivo por el que se presentaron a este trabajo, luego, tras un silencio incómodo, Max le preguntaría: ¿Qué opinas de hacer esto?

DETRÁS DE WUHANWhere stories live. Discover now