EL HILO INVISIBLE

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La primera vez que sentí el fuego tenía once años. Fue la misma tarde en que la abuela Soledad saltó por el acantilado que había detrás de nuestra casa. Mi hermana Alma ya podía hablar con los muertos antes de que a nuestra abuela se la tragaran para siempre las aguas heladas del Cantábrico, pero yo tuve que esperar hasta aquella tarde.

Alma y yo habíamos salido a explorar el bosque que crecía frente a nuestra casa como solíamos hacer cuando los días se volvían luminosos y claros otra vez, después del interminable invierno.
Aunque conocíamos casi de memoria cada roble centenario, cada raíz que se asomaba entre las hojas secas del suelo o las huellas que los jabalíes dejaban en la tierra húmeda, cada tarde -después de la siesta que nuestra madre nos obligaba a dormir.

- Alma y yo nos escabullíamos de la mansión y Caminábamos de la mano para perdernos en el bosque hasta que empezaba a oscurecer.

-Estás sangrando, Estrella -me dijo Alma sin volverse para mirarme.
La noche en que yo nací, un cometa atravesaba el cielo dejando a su paso una estela de fuego, hielo y estrellas rotas. Y ese es precisamente el nombre que mi madre eligió para mí: Estrella.

-Ten cuidado -añadió-. Si te manchas el vestido, mamá te regañará otra vez. Sabes de sobra que a ella y a Carmen no les gusta que juguemos en el bosque, creen que no es propio de señoritas.

-Te equivocas, es por los lobos: mamá y Carmen tienen miedo de que se nos coman vivas y después solo encuentren nuestra ropa hecha jirones y nuestros zapatitos entre los matorrales, todo manchado de sangre. -respondí, intentando asustarla.

-Sí, igual que le pasó a la hija sin padre de la maestra del pueblo. A la pobre ni siquiera pudieron hacerle un entierro decente con lo poco de ella que no se comieron los lobos.
Una lástima -añadió Alma, en un tono que no me sonó nada compasivo.

Igual que todo el mundo en Basondo, yo había escuchado muchas veces esa misma historia, pero ahora, al pensar en la hija despedazada de la maestra, un escalofrío me bajó por la espalda.

-Todavía sangras -añadió Alma con voz cantarina.

Me miré la mano derecha y vi el corte en mi dedo índice: era una herida irregular que bajaba hasta el nacimiento de la uña.

-No es nada, solo me he arañado con una rama -respondí de mala gana.

El sol de la tarde apenas era capaz de llegar hasta nosotras atravesando las ramas más altas del bosque, tejidas entre sí como una cúpula vegetal, así que enseguida noté la sangre saliendo de mi herida y resbalando por mi mano: sangre de color rojo brillante, y tan caliente, que sentí una quemadura invisible formándose bajo mi piel.
N

unca antes me había asustado la visión de la sangre, pero en ese momento me pareció algo horrible, casi insoportable. Mi estómago se cerró por el asco y agité la mano intentando librarme de ese hilo al rojo vivo que recorría mi piel. Algunas gotas cayeron sobre la tierra del bosque, pero la mayoría mancharon la falda de mi vestido azul.

-Te dije que tuvieras cuidado -insistió Alma mientras rodeaba el tronco de un pino enorme para seguir avanzando-. Y deja ya de portarte así, llevas de morros desde que hemos salido de la mansión. Me aburro. No eres nada divertida cuando te enfadas, Estrella.

-No estoy enfadada -mascullé-. Lo que pasa es que algunas veces te pones insoportable.

-¿Insoportable? Pero si yo soy Alma la Santa -respondió ella con voz demasiado cariñosa.

EL BOSQUE SABE TÚ  NOMBRE Where stories live. Discover now