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El cuerpo del gobernador tiembla sobre mis rodillas y la mirada de mi hermano no muestra un ápice de arrepentimiento. Sigo sintiendo algo de calor en la mejilla y rabia. 

—No no no, no baja, no baja, no baja...—comienza a decir Nairobi. Ella está llevando los hilos en esta situación. Cojo otra jeringuilla de dianazepan y se la clavo en el pecho. No sé si Palermo ríe o llora, podría ser cualquiera de las dos cosas.

—¿Qué pasa?—pregunta Palermo ante los gemidos del gobernador. Sigue temblando, todos lo miramos con preocupación. Ojalá se muera ya. No va a ocurrir.

—Se ha estabilizado.—sentencio mientras me pongo en pie. Dani también lo hace y rodea mis hombros con sus musculosos brazos. 

Y en menos de cinco segundos las puertas se desbloquearían, Berlín, Tokio, Helsinki y Estocolmo controlan a los rehenes. Empieza el espectáculo.

Primero vino el humo y el estallido de los cristales, los quejidos y las plegarias de los rehenes, el grito de aguante de Tokio. 

A los pocos segundos sale Bogotá de la cámara acorazada, con tres alargadas y metálicas cajas rojas. Mi hermano va a cogerlas, pero me adelanto y echo a correr con dos de ellas hasta donde están los guardaespaldas del gobernador. Escucho los gritos de Denver, pero no le hago caso. 

Me coloco delante de Gandía, que me mira serio pero sonríe con cierta suficiencia. Ambos nos conocemos: intentaría provocarme, diría que él no saldría y así sucesivamente. 

—Mira la traidora...—miro hacia abajo, su mono sigue lleno de sangre. Él también mira y tuerce el gesto. Mira directamente a los maletines, sabe lo que va a tener que hacer.

—Gandía, vamos a hacer esto por las buenas...

—¿Y si no qué? ¿Qué vais a hacer? ¿Nos vais a disparar como disparasteis a Pazpa?

Levanto la caja y le dejo fuera de combate del golpe que le he dado. Mi cerebro empieza a trabajar, mi hermano me mira desde la distancia, empieza a negar y yo no hago más que asentir. 

—¡Montauk, no!—mi hermano me intenta alcanzar, pero no le da tiempo. Desde que somos pequeños he sido más rápida que él, así que no tardo mucho en salir del banco con las cajas y un pañuelo blanco. 

Los gritos de la resistencia me embotan la cabeza, tardo dos segundos en recuperar por completo la visión por culpa de la niebla. Hay más agentes de los que esperaba, más armas de las que me hubiera imaginado y tecnología que sólo se ve en las películas. 

—¡Bandera blanca!—salgo agitando el paño, para que se vea con claridad. Lo repito dos y tres veces, en verdad estoy rezando para que no me disparen. He salido en neopreno, sin chaleco ni armas. 

—¡Montauk!—oigo gritar a Berlín con desesperación, le oigo una vez, pero el grito se repite. Me detengo en medio de la plaza y levanto las cajas. Una amenaza clara. 

Las lanzo y me quedo ahí, de pie, con la bandera blanca en alto, espero a que se replieguen para volver al interior del Banco, lo hago corriendo, llena de adrenalina, siendo consciente y, a la vez no, de la bronca que me va a caer ahí dentro. 

Mi hermano corre a mi encuentro y me abraza, me llama descerebrada, estúpida, insensata, suicida y un sinfín de cosas más. Me lo repite una y otra vez, con sus manos en mi rostro y con cada insulto recupera un pedazo de sonrisa. El resto del equipo baja y también me abrazan, Berlín se queda el último, sigue con el ceño fruncido y los labios y puños apretados. 

El día en el que Martín explicó su concepto de Boom Boom Ciao, Andrés y yo nos fuimos a un rincón apartado de todo, nos habíamos acostumbrado a estar solos y tanta comida familiar nos acababa abrumando. Hicimos un picnic y hablamos durante horas y horas, hasta que se hizo de noche y tocó volver. Rara vez había visto a Andrés así de enfadado, sólo ese día y...hoy. 

Montauk | LA CASA DE PAPELWhere stories live. Discover now