14. Erase, Rewind.

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Cepillaba su cabello mirándose fijamente al espejo. Su reflejo le mostraba a una Luna sonriente, dichosa, cuyos ojos titilaban como un par de estrellas en un firmamento libre de contaminación lumínica. Y es que aún no podía creerlo. Había sido un sábado inolvidable y, la verdad sea dicha, hace años que no lo pasaba tan bien, por lo que inconscientemente sus ansias exigían una pronta repetición.

Aquél día, él tocó su puerta a la hora estipulada, y mientras se dirigía a abrirle, su corazón le bombeaba sangre a gran velocidad, casi aturdiéndola. En general, Luna era una persona distraída en su propio mundo, el cual estaba repleto de colores y figuras extraordinarias, por lo que el presente, en realidad, no le era muy interesante. Pero había algo en Theodore, un aura especial, que la hacía sentir un hormigueo en la planta de los pies. ¿Quizás estaba enferma? Tal vez un duende se había metido en sus zapatos.

Luna cerró los ojos sin proponérselo y los recuerdos de aquel sábado se manifestaron con claridad.

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"– ¿Lista para deslizarte sobre el hielo? –preguntó él tan pronto le abrió la puerta.

– ¡Claro! –contestó animada, agarrando su bolsito para partir.

Llegaron al lugar, abarrotado de gente y particularmente de parejas, por lo que tuvieron que hacer una larga fila para poder arrendar dos pares de patines. Pero la espera no fue terrible, es más, charlaron sin parar, tanto que cuando finalmente lograron llegar al encargado del local, Luna sintió su lengua un poco entumecida.

–Te advierto que no sé cómo se ocupan estos cachivaches –dijo ella, señalando con el dedo su par, de un color rosa chicle.

–¿Quién te dijo que yo sabía? –confesó Theo, riéndose.

–Entonces... ¿Por qué vinimos?

Él pareció pensarlo unos segundos antes de encogerse de hombros.

–Me gusta probar cosas nuevas –aclaró, extendiéndole la mano–. Tómala, para que no te caigas.

–Asumes que podrás atraparme, pero si nunca lo has intentado, eres tan propenso como yo a besar el suelo –respondió la rubia con naturalidad.

Theo rió.

Y Luna nunca había visto una sonrisa tan encantadora.

–Tienes razón. Solo procura caer encima, no me gustaría aplastarte –puntualizó él.

Luna se sonrojó violentamente, se sentía acalorada. ¿Acaso otra vez había dormido con la ventana abierta y ahora tenía fiebre? Sacudió la cabeza para desechar el pensamiento y tomó la cálida mano del muchacho, sin imaginar jamás que patinarían por dos horas y que se caerían en más ocasiones de lo que hubieran esperado, estallando de la risa en cada oportunidad.

Completamente empapados, decidieron ir a cenar a algún local cercano, soportando de buena gana la cara de espanto del mesero que los atendía, pues parecía que los jóvenes se hubieran parado al lado de un regador automático.

Las horas volaron con tanta rapidez, que pronto se vieron caminando bajo las estrellas, mientras les inventaban nombres a las constelaciones. A ninguno se le daba bien la astronomía, pero ambos tenían una imaginación que cualquier escritor envidiaría. Finalmente, de una manera muy victoriana, la dejó en la puerta de su casa, justo antes de la medianoche, como si quisiera evitar convertirse en una calabaza.

–He aquí, sana y salva –soltó él cuando llegaron.

–Gracias por todo –respondió ella, con un dejo de decepción en el paladar.

ConociéndoteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora