I: La espada y el anillo

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Arian Betancourt

El sonido arrollador e incómodo que producía el contacto entre las dos espadas rebotaba una y otra vez por la habitación. Algunos días podía llegar a ser desmerecedor, o incluso placentero, pero aquella vez resultaba tan desagradable para Arian que hasta le hacía golpear con más fuerza.

Lástima que con eso solo consiguiera que el ruido del impacto de las hojas fuera aún más audito.

Estaba muy furioso y eso se notaba en su entrenamiento. Ejecutaba movimientos torpes, sin analizar los del atacante, no controlaba el peso de la espada hasta parecer que era ella la que lo poseía a él. Esperaba el momento en que su maestro finalizara el combate y le reprendiera cada error que había cometido. Toda norma que salía por su boca le parecían estúpidas. Arian sabía que si algún día le tocaba luchar cuerpo a cuerpo contra uno de sus enemigos no estarían pendientes de las reglas del juego, simplemente de matarlo. Estaba convencido de que los nobles caballeros que entrechocaban sus aceros enfundados también pensaban igual.

Pero ese día estaba de muy mal humor y lo último que quería era que surgiera una pelea con el hombre que le había enseñado a utilizar esa pesada arma afilada. Así que decidió finalizar el mismo el duelo.

—Luchas con el corazón, no con la cabeza —riñó Tirlon. Él era un hombre sabio y mucho mayor que él, y sabía que debía seguir sus enseñanzas. Tenía la barba poblada de bellos negros, aunque con el paso del tiempo destacaban entre ellos varias canas. El cabello le tapaba las orejas y las gotas de sudor caían por su frente, pero no eran nada comparadas con las de Arian. Geoff había conseguido controlar su metabolismo y eso era algo que envidiaba.

—No creo que eso le importe a mi adversario —replicó.

Se secó la sien con un viejo trapo sucio que había sobre un baúl, y le dio la espalda Geoff Tirlon. Estaba avergonzado pero su irritación y orgullo no le dejaba disculparse y mucho menos sentirse arrepentido de su trabajo, chapucero y en vano.

Su hermana, Tessa, había contraído matrimonio hacía dos lunas. Tan solo tenía quince años y para Arian el hecho de que la menor de sus hermanas estuviera condenada a vivir con un hombre mucho mayor que ella era algo incomprensible. Y pensar que hace una semana jugaba con flores y muñecas hechas de paja, y ahora estaría, sabrá Dios dónde, en un carruaje camino a su nuevo hogar con su esposo, que apenas conocía.

Pero tenía dinero y ayudaría en la economía del hogar. Tessa no era una niña, pero tampoco una mujer. Estaba en derecho de seguir viviendo con sus padres hasta que sea mayor de edad y encontrara a algún buen marido que la haga feliz, pero si fuera por él no dejaría que ninguno de los hombres de su comunidad la tocara. Tenía en consciencia de que eran hipócritas y ambiciosos, aunque en el fondo sabía que no todos eran así.

—Te dejas llevar por tus sentimientos. Y te aseguro que si tocara la mala suerte de caer en combate, será tu perdición. Sigue mis consejos, hijo. Los sentimientos son malvados y el corazón engañoso —le instruyó.

Arian se llevó las manos al rostro y soltó un suspiro cansado. Se quedó mirando el campo a través de la ventana, que no era más que un agujero en la pared de arcilla.

—Será mejor que descanses por hoy. Mañana continuaremos y más vale que controles tu temperamento —dijo.

—Lo que deseéis, señor.

Tirlon abrió la puerta y dejó que el sonido de los animales y las voces de los mercaderes entraran en el cuarto. Una vez que el hombro se hubo ido y la madera retrocediera a su lugar original, desaparecieron con la misma rapidez con la que surgieron. El silencio inundó la vivienda, solo roto por la respiración ajetreada de Arian.

Sangre y fortunaWhere stories live. Discover now