XXIV: La muerte venidera

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Arian Betancourt

Arian se frotó los ojos varias veces mientras paseaba por las afueras del castillo.

Lo admitía: por un momento pensó que se había vuelto loco. No podía ser real.

¿Su hermana Tayte Betancourt era la reina enemiga? ¿¡La reina!? Habían pasado demasiados años desde que la había visto por última vez. Había cambiado mucho. Sus delicados rasgos juveniles y desnutridos habían sido sustituidos por el cuerpo que jamás había pensado que llegaría a tener algún integrante de su familia.

Era toda una mujer.

—Tayte —pudo decir después de tartamudear sus nombres unas cinco veces—. ¿Cómo has acabado aquí? ¿Qué pasó con tu marido, Ciro, si mal no recuerdo?

Abrió sus manos y señaló el lugar. Estaba sudando más de lo que solía hacer en los duros entrenamientos de la guardia real. Su pecho parecía una fina tela que intentaba contener su corazón y que de un momento a otro estallaría y saldría revoloteando.

—Te estaría contando la historia de mi vida —soltó entre sonrisillas. Miró a los ojos a su hermano y se puso seria, como si hubiera recordado algún tema lánguido—, y me temo que es muy larga y aburrida.

Arian miraba a su hermana fijamente, incapaz de despegar sus ojos de ella.

—Eeh... —intentó decir lo que le pasaba por la cabeza, pero solo consiguió soltar un gemido.

No sabía si estaba sorprendido o admirado porque ella haya conseguido llegar a ser lo que cualquier plebeyo deseaba en unos pocos años, sola.

¿Y cómo el pueblo leilani había aceptado a una gobernadora extranjera?

—Majestad —se le acercó un guardia de piel negra, como la mayoría de ellos—. El príncipe desea verle.

Dicho eso, el caballero se retiró, dejando la mente en blanco de Arian. ¿Su sobrino? Ni si quiera lo había pensado. ¿Tenía sobrinos? ¿Y eran... príncipes?

—Arian —susurró Tayte—. Debo irme. Deseo seguir hablando contigo. Los reyes deberán debatir acerca de la guerra, pero nosotros podremos seguir conversando. Tú también debes explicármelo todo, hermano. ¿Cómo si no sabré cómo habéis acabado como escolta de vuestra reina?

Sonrió y siguió caminando, alejándose de él. "Vuestra reina" Arian no pudo quitarse de la cabeza el hecho de no se había incluido como una ciudadana más de Reinjol. Ahora se consideraba leilani.

Todavía seguía desorientado al encontrarse con su hermana. Su sangre. Pero no la reconocía, apenas sabía cuál era su apellido ahora ni cuáles sus intenciones. ¿Por qué ella no parecía estar aturdida ni confusa?

Intentó despejarse de toda la situación que estaba viviendo y caminó entre unas plantas extrañas, que se había estado fijando durante todo el trayecto. Nunca las había visto en Palinn, en ningún lugar de Reinjol, y bordeaban todo el camino.


—Majestad —susurró, serio y mesurado, dirigiéndose a ella—. Señor Knell.

—Me alegro de veros, Betancourt. El reciente acontecimiento que ha sucedido en la sala nos ha impactado a todos. ¿Cómo tenéis el hombro? —preguntó, refiriéndose al corte que le había hecho uno de los escoltas leilanis al acercarse demasiado a la reina, aunque todo pareció ser una confusión.

—Bien —hizo una pausa, mientras miraba a la chica que no despegaba los ojos de él—. ¿Podéis dejarnos un segundo, Knell?

El hombre pareció cohibirse, pero asintió y se marchó.

—¿Tenéis algo que decirme? —comentó ella entonces, refiriéndose al brusco encuentro que había sucedido hacía unas horas.

—Eso no importa —susurró, mirando preocupado de un lado a otro—. Creo que deberíamos irnos.

—¿De qué habláis?

—No creo que sea buena idea seguir aquí. Estamos en territorio enemigo y dudo mucho que sus intenciones sean benévolas. Ha sido imprudente que el rey ordenara que viniérais con tan solo veinte hombres. Yo no soy ningún político, pero solo un necio aceptaría esa propuesta.

La joven mudó su rostro y ahora lo miraba seria y severa. El sonido de las llamas en la chimenea resonaba por toda la habitación acompañado de sus pasos, lentos y pensativos. Hazel dejó la copa de vino que tenía en la mano en la mesa de madera y continuó con la conversación, aunque no parecía muy convencida de sus palabras.

—¿Insinuáis que intentarán matarme?

Hubo una larga pausa.

—Si yo fuera rey, majestad, y muy imprudentemente mi enemigo decide enviar a la reina a mi castillo, la mataría sin pensarlo.

Arian miro de reojo la puerta, convencido que de un momento a otro los soldados que la escoltaban entrarían y les clavarían un puñal en el corazón.

—Lo que decís es una acusación muy grave. No estáis aprobando las órdenes de vuestro rey y lo acusáis de imprudente —profirió ella.

Estaba frustrado. La sensación de estar seguro de algo y no poder explicar lo suficientemente bien como para convencerla, lo importunaba. Los matarían a todos, estaba seguro. Pero sus afirmaciones no eran nada si ella no daba una orden.

—El rey Louis es un hombre, al igual que todos nosotros, y puede errar —insistió.

Hazel levantó la barbilla y Arian comenzó a notar que la conversación no llegaría a ningún lado.

—Se supone que una reina debe dar órdenes, no someterse a las de su escolta.

—Yo no os estoy dando ninguna orden, majestad, solo un consejo que puede salvaros la vida. ¡Sed precavida, por favor!

—Deberíais ser vos el que cuide sus palabras. Yo soy la reina, y debes respetarme. No seré yo la que salga malparada si no lo haces —dijo y caminó junto a la puerta, invitándolo a salir de su habitación.

Arian apretó la mandíbula, enfadado y decepcionado al mismo tiempo.

No podía hacer nada más. No estaba en su mano.

Y a causa de ello iban a morir al día siguiente. Todos. 


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Sangre y fortunaWhere stories live. Discover now