Café Van Gogh

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-No quiero. No quiero, no quiero, y no podéis obligarme.

Raquel se cruzó de brazos ante la puerta como una niña pequeña. No iba a entrar, ni hablar, y ellos no podían hacer nada por evitarlo. Llegaban al menos media hora tarde, y seguro que allí no había ya nadie. Era ridículo.

-Ah, pero en eso te equivocas, cariño. Sí que podemos.

Beatriz la cogió por el brazo derecho, Mikel, por el izquierdo. Tiraron de ella, y de pronto se vio dentro del café, con demasiada luz alrededor.

Era un lugar amplio, agradable, de madera oscura y cristaleras en la pared de la calle. Cuadros de Van Gogh colgaban de las paredes, y apliques dorados iluminaban la estancia. Olía a tabaco, café y madera vieja, aderezado con alcohol. Tenía un aire antiguo, romántico, salpicado de destellos azules y dorados.

-Disculpe -Beatriz se dirigió al camarero que, con cara de cansancio, dormitaba tras la enorme barra de madera- . Estamos buscando a... ¿Enjolras?

-Ahí detrás -señaló, y les dio paso a la sala trasera del café, pequeña, apartada, pero igual de elegante... y mucho más llena.

Había mucha gente para tratarse de una cita, y Raquel se lo dejó saber a sus amigos con una mirada torcida. Ellos ni siquiera tuvieron la decencia de encogerse de hombros, y la siguieron arrastrando hasta sentarse en una mesa libre.

Ella estaba allí, subida a una silla, con una pierna encima de la mesa. Allí, con la luz dorada de las lámparas, podía ver que su cabello, recogido en una coleta que le caía sobre el hombro, no era realmente plateado, simplemente muy rubio, tan rubio y tan claro que no podía ser natural. Brillaba, resplandecía con aquella chaqueta roja, o quizá fuera un efecto de la luz, o quizá fuera ella la que iluminaba la habitación, pero en cualquier caso, Raquel quedó deslumbrada. Hablaba sumida en una especie de fervor retórico, y aunque varias cabezas se volvieron hacia ellos cuando entraron, su discurso apenas se interrumpió por unos instantes.

-... la libertad, camaradas, es nuestro bien más preciado. Es lo único que nos diferencia de los animales, lo que nos hace humanos: la libertad de elegir nuestro destino. Y por eso tenemos que defenderla hasta nuestro último aliento; y no sólo nuestra libertad, sino la de aquellos demasiado débiles u oprimidos para defender la suya por sí mismos. Somos las nuevas generaciones, somos los jóvenes de este país; en nuestras manos está el cambio. Es nuestro deber defender el presente por el que lucharon nuestros ancestros, pero luchar por conseguir un mejor mañana. Somos los jóvenes, las nuevas generaciones; si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará? Nosotros podemos, y por tanto, debemos cambiar este mundo. Es nuestro deber moral, para con nosotros, para con el pasado, para con el futuro. Debemos proteger nuestra libertad, la libertad de nuestra gente, para poder ofrecerles un mundo más justo.

El discurso acabó, y el local irrumpió en aplausos. Mikel incluso pilló a Beatriz soltando un par de silbidos impresionados.

-¿Qué? -se defendió la boxeadora- Es que ha sido muy bueno.

Pero Raquel no atendía a su conversación. No podía atender. Se había quedado colgada en las palabras de la revolucionaria de plata, del movimiento de sus labios de granate, del fervor de sus frases, la fuerza de sus gestos, la luz de su voz. Se sentía como si llevase toda la vida viviendo en una celda en tinieblas, y de repente alguien le hubiera colgado la luna frente a los ojos y le hubiera despejado las sombras de la noche.

Era una diosa. Tenía que serlo.

-Me alegra ver que has venido, camarada -Artemis se sentó en una silla vacía a su lado, con una sonrisa amable, y a Raquel de pronto se le olvidó cómo respirar- . Creí que no lo harías.

-No podía perderme la oportunidad de verte en acción -consiguió bromear- . Y creí haber dicho que nada de "camarada", señorita Enjolras.

-¿Cómo sabes mi nombre? -enarcó una ceja rubia, en un gesto tan severo que Raquel se lamentó profundamente por no tener allí ni siquiera un mísero cuaderno en el que plasmarlo.

-Un amigo en común -se encogió de hombros- . Aunque sospecho que ese no es tu nombre.

-No, tienes razón -sonrió- . Mi nombre es Astrea. ¿Has venido sola?

-Astrea... "la estrellada", la diosa que llevaba los rayos de Zeus. Ja, te queda... No, he venido con unos amigos, que... -que habían aprovechado para esfumarse, los muy traidores, y dejarla sola con ella. Tragó saliva- que estarán haciendo amigos, para variar -bufó.

-¿Y qué te ha parecido? -la intensidad de su mirada iba a matarla. Era un azul extraño, demasiado intenso o puro como para poder encontrar un pigmento que se le pareciera, y Raquel aún no lo sabía, pero iba a pasar mucho tiempo frustrándose al intentar retratar el azul de aquellos ojos.

-Hablas muy bien. Casi podrías convencer a una roca.

-¿Y a ti? ¿Te he convencido?

-Oh, yo soy una escéptica, Artemis, pero, por escucharte, vendría todos los días de mi vida.

Astrea volvió a fruncir el ceño, de forma menos amable esta vez.

-Gracias por el cumplido... supongo.

Y, tan repentinamente como había llegado, se marchó. Pero Raquel se quedó allí, observándola entre las sombras, deleitándose en la luz que tantos años le había sido negada.

Más tarde, se enteraría de que Beatriz se había encontrado allí con un compañero de clase, Dorian, y se prometió investigar si era el mismo Dorian por el que suspiraba Joan. Mikel había reconocido a su amigo Félix, y este le había presentado a su novia Renée, que les presentó también a su compañero Erni. El universo mismo se había encargado de conspirar para que todos (bueno, casi todos) se conocieran esa noche.

Y Raquel volvería. No creería ni una palabra de las que salían de la boca de Astrea, pero volvería. Quizá, como le había dicho quién sabe si en broma o no, por el mero placer de escucharla hablar.

Café Van Gogh (Les Miserables AU)Where stories live. Discover now