Raquel

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Raquel no era sólo una cínica y una borracha. No sólo.

Raquel amaba su carrera, aunque rara vez pisara las clases. Consecuencia, más que nada, de no ser capaz de levantarse de la cama la mayor parte de los días, o de las voces intrusivas de su cabeza que se empeñaban en recordarle que no valía para nada. Aquellas voces, por desgracia, se parecían demasiado a la de su padre.

La única forma que Raquel conocía de ahogar aquellas voces y conciliar el sueño, u olvidarlas, era el alcohol. Por desgracia, este destrozaba todos los demás aspectos de su vida.

Raquel tendría que estar acabando ya la carrera, y era muy consciente de ello. Pero su padre la había repudiado cuando le dio la espalda a las ciencias, y sus únicos ingresos venían de los cuadros y pinturas que conseguía vender de vez en cuando por internet, de la beca que nadie sabía cómo demonios había obtenido, y del bar en el que trabajaba los fines de semana. Así, era difícil eso de ir a curso por año.

Pero seguía adelante, siempre con una sonrisa sarcástica. Al fin y al cabo, se decía siempre, sería imposible ir peor que Bea o Félix.

Raquel adoraba a sus amigos. Le costaba demostrarlo a veces, pero los adoraba, y daría cualquier cosa por ellos. Sabía llevar las paranoias de Renée, la mala suerte de Félix, el agotamiento de Mikel, los entrenamientos de Beatriz, los problemas de Nina, la metafísica de Joan, hasta las donjuanadas de Dorian y los discursos de Erni. Sabía exactamente qué decir para consolar o tranquilizar a cualquiera de ellos, pero también para sacarlos de quicio, lo que se le daba especialmente bien en el caso de Astrea y Mario.

Era muy lista, más de lo que ella misma se creía. Aprendía escuchando y debatiendo, y discutía por propia diversión. Tocaba la guitarra (había sido ella quien había intentado enseñar a tocar a Joan), cuidaba a veces de la hermana de Nina, pintaba, sabía un poco de todo. Era lista.

Sólo tenía un problema, y ella misma lo admitía: era gilipollas. Necesitaba la atención constante de Astrea, y estaba convencida de que la mejor forma de obtenerla era a través de su odio. Así que discutía con ella por el motivo que fuera, se esforzaba en sacarla de quicio, incluso a veces insultarla, todo con tal de tener su atención. Y era feliz así, siendo odiada, pero al menos, sabiendo que su diosa advertía su presencia.

Por eso, cuando Astrea dejó de gritarle en las reuniones, de enfadarse con ella por interrumpir, entró en pánico. Creyó que la rubia había decidido relegarla al desprecio absoluto, que ya no la consideraba ni digna de sus gritos. Y, cuando tras la reunión, Astrea se sentó a su lado, el pánico y el alcohol no la dejaron pensar, y reaccionó igual que siempre: buscando su odio y el conflicto.

Astrea tenía los ojos llorosos cuando le dijo que era incapaz de creer, de pensar, de querer, de vivir y de morir. A Raquel le habría gustado contestar que se equivocaba: que creía en ella, la pensaba a todas horas, la quería. Que vivía por ella, que moriría por ella. Pero no fue capaz.

Las siguientes reuniones, transcurrieron de forma parecida. Astrea la ignoraba, pero luego se sentaba a su lado a intentar hablar, y Raquel, que no conseguía procesar esa contradicción, no era capaz de reaccionar sin sarcasmos. Y cada día se odiaba más a sí misma por ello, y con ese odio crecía su incapacidad para ser agradable, en un horrible círculo vicioso.

El día que Astrea se sentó a su lado y quiso beber con ella, Raquel ni siquiera se aguantaba a sí misma. No habría sido capaz de ofrecerle una palabra amable aunque su vida hubiera dependido de ello. Así que la insultó.

-Eres una imbécil -le espetó Astrea, con los ojos rojos y las manos pálidas de tanto apretarlas en torno al vaso- . Lo he intentado. De verdad que lo he intentado. No sé por qué sigo perdiendo el tiempo contigo.

Y se marchó a grandes zancadas, dejándola sumida en la amargura y el alcohol.

Hasta que un puñetazo en el hombro la hizo reaccionar.

-¡Au! ¿A qué ha venido eso?

-A que tienes la inteligencia de una polilla -gruñó Erni, sentándose a su lado. Traía los labios fruncidos, y las gafas empañadas- , y lidiar con ello se está convirtiendo en todo un reto. ¿Qué pasa contigo?

-¿Qué pasa con qué?

-Que no te soportas ni tú misma. Tienes lo que siempre habías querido, ¿no? Que Astry sea amable contigo, que intente ser tu amiga. ¿Por qué te esfuerzas en echar por tierra sus intentos?

Raquel se atragantó con su propia embriaguez. Lo último que se le habría ocurrido, lo último que habría pensado, es que Astrea quisiera ser su amiga. Es decir, se suponía que la odiaba, ¿no? ¿Aquellos intentos de sentarse a su lado no eran sólo nuevas formas de echarle el sermón?

-No me lo puedo creer -resopló Erni- . ¡Ni siquiera te habías dado cuenta! ¿Qué demonios pasa contigo?

-Astrea estaba... -balbuceó Raquel, como en un sueño- Ella... ¿Quería acercarse a mí?

-¡Por supuesto que sí, cerebro de paquidermo ebrio! Así que ahora mismo te vas a levantar, y le vas a pedir disculpas -Raquel no se movió, así que Erni la empujó hasta que cayó de la silla- ¡Vamos!

Raquel atravesó la sala como en un sueño. Le pareció que todos los ojos estaban puestos en ella: Nina, Dorian, Joan, Beatriz, Mikel, Renée... si no hubiera sido por la mirada ardiente de Erni clavada en su espalda, ya habría salido corriendo. Así que trastabilló, dio un par de pasos temblorosos, y de pronto se encontró frente a Astrea, que daba vueltas distraídas a un café.

-Um... Hola.

-¿Y ahora qué rayos quieres? -Astrea recordaba mucho a un gato a la defensiva, con todo el lomo erizado y a punto de bufar y morder a alguien.

-Esto... ¿Perdón? Por haber sido una gilipollas todo este tiempo.

La tensión en la espalda de Astrea se esfumó un poco, y la rubia enarcó una ceja.

-¿Eso ha sido una disculpa, R?

Raquel tuvo que morderse la lengua para no responder con otro sarcasmo.

-Sí -logró decir, en cambio- . Sé que no soy fácil, y... agradezco que lo hayas intentando. Perdón por portarme como una imbécil, ha sido... ha sido difícil darme cuenta de que estabas siendo amable. No sueles serlo.

-¿Y tú sí?

-Venga, rubita, dame un respiro. Lo estoy intentando. Disculparse nunca ha sido mi fuerte. Así que... ¿aceptas las disculpas de esta grandísima idiota?

Astrea pareció debatirse consigo misma por unos largos y terribles instantes. Luego, le regaló una sonrisa, aunque un tanto triste.

-Pero sólo si me invitas al café.

-Vaya, Artemis, ¿ya estás aprovechándote de mí?

-No empieces -pero la rubia sonreía, y le acercó una silla para que se sentase a su lado- . Cuéntame mejor qué te ha hecho cambiar de idea.

A su alrededor, sus amigos irrumpieron en aplausos. Habían tardado, pero, por fin, parecía que iban a ser capaces de hablarse sin matarse.

Café Van Gogh (Les Miserables AU)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora