Capítulo 58

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La noche del 4 de junio de 1944 llegamos a Roma. Había sido declarada ciudad abierta, lo que implicaba que los alemanes no la iban a defender. Tan solo encontramos resistencia en las afueras. Era la primera capital del Eje en caer y Gerald tenía razón respecto al revuelo propagandístico que eso despertaba. Al día siguiente, había muchos fotógrafos y cámaras preparándose para inmortalizar nuestra entrada en la Ciudad Eterna.

—¿Nervioso? —me preguntó Jesse a la vez que me daba la mano para ayudarme a subir al camión.

—¿Cómo no estarlo? —Sonreí.

Turner me había dicho que nos iban a pasear por delante del Coliseo. No podía esperar para ver aquel lugar del que tanto me había hablado mi abuelo. Tampoco para admirar el Panteón o el Foro. Había tantas cosas que quería ver con mis propios ojos, que dudaba que fuese a tener tiempo. Nunca había soñado con la posibilidad de pisar Roma hasta mi desembarco en Nápoles. La guerra era monstruosa, pero al menos me había brindado la oportunidad de conocer un poco mejor mis orígenes y no pensaba desperdiciarla.

Los vehículos se pusieron en marcha y nos adentramos en las calles de la capital italiana. A nuestro paso, la gente se acercaba a saludar, aplaudir, animar y lanzarnos besos y algunas flores. Los romanos habían cerrado sus comercios y salido a las calles para celebrar nuestra llegada. Muchos formaban con sus dedos la «V» de victoria. Incluso vimos varias banderas estadounidenses. Con la emoción de devolverle el saludo a todas esas personas con una amplia sonrisa, me había olvidado por completo del Coliseo.

—¡Luca! ¡Mira! —dijo Antonio, señalando al frente.

Allí estaba. Había visto imágenes, pero no eran comparables a la emoción de estar frente a esa maravilla de los antiguos romanos. Se alzaba majestuoso e imponente sobre nuestras cabezas, pese a haber sufrido daños durante los bombardeos de los últimos años. Me encontraba en el escenario de las historias de leones y gladiadores de mi abuelo. Allí, en su contexto, cobraban mucho más sentido y grandiosidad. Me sentía en la gloria. Los vítores y aquella fantasía hecha realidad casi compensaban todo el sufrimiento vivido. Casi.

—Estás sonriendo como un niño —comentó David.

—Es... No tengo palabras. —Me puse en pie para admirarlo mejor y Jesse me tuvo que sujetar para que no me cayese—. ¡Grandioso! ¡Splendido! ¡Impresionante!

—¡Bellisimo! —añadió Antonio, demostrando sus avances en el idioma.

—Muy acertado.

Había captado la atención de la gente al ponerme en pie y gritar en italiano. Saludé una última vez antes de sentarme de nuevo. Sentí pena cuando empezamos a alejarnos de allí.

—No te entristezcas —me dijo Turner—. Tendrás tiempo de volver a admirarlo antes de irnos.

—Eso espero.

***

Aquella tarde vimos al Papa Pio XII asomado al balcón de la basílica de San Pedro. La plaza estaba llena de miles de personas y tuvimos que quedarnos al fondo. Antonio se santiguó unas diez veces y yo me sentí muy tentado de hacer lo mismo. Realmente quería hacerlo, y en el fondo, estaba viviendo aquel momento con una inmensa emoción, pero seguía enfadado por la desaparición de Anthony y Misae. La guerra me había ayudado a distraerme de mi conflicto religioso interno. Cada vez que deseaba rezar por mi bienestar, el de mis compañeros y mi familia, me obligaba a pensar en todo el dolor, en toda la muerte, pero a veces volvía a ver en la esperanza y la fe un alivio. No sabía qué creer y no estaba dispuesto a dejar que mi crisis metafísica me complicase más mi experiencia militar.

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