CAPITULO XXIV

111 6 0
                                    


A la mañana siguiente Frank Churchill se presentó de nuevo allí. Vino con la señora Weston, por quien, como por el propio Highbury, perecía sentir gran afecto. Al parecer ambos habían estado charlando amigablemente en su casa hasta la hora en que se solía dar un paseo; y cuando el joven tuvo que decidir la dirección que tomarían, inmediatamente se pronunció por Highbury.

-Él ya sabe que yendo en todas direcciones pueden darse paseos muy agradables, pero si se le da a elegir siempre se decide por lo mismo. Highbury, ese oreado, alegre y feliz Highbury, ejerce sobre él una constante atracción...

Highbury para la señora Weston significaba Hartfield; y ella confiaba en que para su acompañante lo fuese también. Y hacia allí encaminaron directamente sus pasos.

Emma no les esperaba; porque el señor Weston, que les había hecho una rapidísima visita de medio minuto, justo el tiempo de oír que su hijo era muy bien mozo, no sabía nada de sus planes; y por lo tanto para la joven fue una agradable sorpresa verles acercarse a la casa juntos, cogidos del brazo. Había estado deseando volver a verle, y sobre todo verle en compañía de la señora Weston, ya que de su proceder con su madrastra dependía la opinión que iba a formarse de él. Si fallaba en este punto, nada de lo que hiciera podría justificarle a sus ojos. Pero al verles juntos quedó totalmente satisfecha. No era sólo con buenas palabras o con cumplidos hiperbólicos como cumplía sus deberes; nada podía ser más adecuado ni más agradable que su modo de comportarse con ella... nada podía demostrar más agradablemente su deseo de considerarla como una amiga y ganarse su afecto; y Emma tuvo tiempo más que suficiente de formarse un juicio más completo, ya que su visita duró todo el resto de la mañana. Los tres juntos dieron un paseo de una o dos horas, primero por los plantíos de árboles de Hartfield y luego por Highbury. El joven se mostraba encantado con todo; su admiración por Hartfield hubiera bastado para llenar de júbilo al señor Woodhouse; y cuando decidieron prolongar el paseo, confesó su deseo de que le informaran de todo lo relativo al pueblo, y halló motivos de elogio y de interés mucho más a menudo de lo que Emma hubiera podido suponer.

Algunas de las cosas que despertaban su curiosidad demostraban que era un joven de sentimientos delicados. Pidió que le enseñaran la casa en la que su padre había vivido por tanto tiempo, y que había sido también la casa de su abuelo paterno; y al saber que una anciana que había sido su ama de cría aún vivía, recorrió toda la calle de un extremo al otro en busca de su cabaña; y aunque algunas de sus preguntas y de sus comentarios, no tenían ningún mérito especial, en conjunto demostraban muy buena voluntad para con Highbury en general, lo cual para las personas que le acompañaban venía a ser algo muy semejante a un mérito.

Emma, que le estudiaba, decidió que con sentimientos como aquellos con los que ahora se mostraba, no podía suponerse que por su propia voluntad hubiera permanecido tanto tiempo alejado de allí; que no había estado fingiendo ni haciendo ostentación de frases indiscretas y que sin duda el señor Knightley no había sido justo con él.

Su primera visita fue para la Hostería de la Corona, una hostería de no demasiada importancia, aunque la principal en su tramo, donde disponían de dos pares de caballos de refresco para la posta, aunque más para las necesidades del vecindario que para el movimiento de carruajes que había por el camino; y sus acompañantes no esperaban que allí el joven se sintiese particularmente interesado por nada; pero al entrar le contaron la historia del gran salón que a simple vista se veía que había sido añadido al resto del edificio; se había construido hacía ya muchos años con el fin de servir para sala de baile, y se había utilizado como tal mientras en el pueblo los aficionados a esta diversión habían sido numerosos pero tan brillantes días quedaban ya muy lejos, y en la actividad servía como máximo para albergar a un club de whist que habían formado los señores y los medios señores del lugar. El joven se interesó inmediatamente por aquello. Le llamaba la atención que aquello hubiera sido una sala de baile; y en vez de seguir adelante, se detuvo durante unos minutos ante el marco de las dos ventanas de la parte alta, abriéndolas para asomarse y hacerse cargo de la capacidad del local, y luego lamentar que ya no se utilizase para el fin para el que había sido construido. No halló ningún defecto en la sala y no se mostró dispuesto a reconocer ninguno de los que ellas le sugirieron. No, era suficientemente larga, suficientemente ancha, y también lo suficientemente bien decorada. Allí podían reunirse cómodamente las personas necesarias. Deberían organizarse bailes por lo menos cada dos semanas durante el invierno. ¿Por qué la señorita Woodhouse no hacía que aquél salón conociese de nuevo tiempos tan brillantes como los de antaño? ¡Ella que lo podía todo en Highbury! Se le objetó que en el pueblo faltaban familias de suficiente posición, y que era seguro que nadie que no fuera del pueblo o de sus inmediatos alrededores se sentiría tentado a asistirá a esos bailes; pero él no se daba por vencido. No podía convencerse de que con tantas casas hermosas como había visto en el pueblo, no pudiera reunirse un número suficiente de personas para una velada de ese tipo; e incluso cuando se le dieron detalles y se describieron las familias, aún se resistía a admitir que el mezclarse con aquella clase de gente fuera un obstáculo, o que a la mañana siguiente habría dificultades para que cada cual volviera al lugar que le correspondía. Argumentaba como un joven entusiasta del baile; y Emma quedó más bien sorprendida al darse cuenta de que el carácter de los Weston prevalecía de un modo tan evidente sobre las costumbres de los Churchill. Parecía tener toda la vitalidad, la animación, la alegría y las inclinaciones sociales de su padre, y nada del orgullo o de la reserva de Enscombe. La verdad es que tal vez de orgullo tenía demasiado poco; su indiferencia a mezclarse con personas de otra clase lindaba casi con la falta de principios. Sin embrago no podía darse aún plena cuenta de aquel peligro al que daba tan poca importancia. Aquello no era más que una expansión de su gran vitalidad.

Emma.  Jane Austen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora