III

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La flecha le atravesó el cráneo limpiamente, arrebatándole la vida al instante. Nicolò cayó de cara contra el suelo, convulsionó por un brevísimo momento, y entonces quedó totalmente inmóvil.

Pese a vestir de paisano con el estilo más neutral que supieron imitar, un soldado había logrado distinguir en lontananza al magrebí. Probablemente un muchacho imberbe de poco seso y con sed de sangre, que no se había molestado en repensar su idea. Nicolò alcanzó a verle tensando el arco hacia donde estaban, y sin vacilar apartó de un empujón a su compañero.

Yusuf gritó su nombre con la voz desgarrada. Movió el cuerpo inerte de Nicolò con delicadeza, tratando de controlar el temblor que agitaba cada fibra de su ser, y le colocó la cabeza sobre sus rodillas. Con todo el cuidado del que supo hacer acopio, partió la flecha para retirar cada uno de los extremos; como la misma saeta era lo que taponaba la herida, al quitarla provocó que comenzara a manar sangre en abundancia, empapándole de color granate la tela sobre los muslos.

—¡Nicolò... Nicolò!

¡Oh, Alá!, ¿qué era ese terror abisal que atenazaba su alma, dejándole como un muerto en vida, siendo su única salvación volver a ver a aquel hombre respirar...?

La sangre dejó de fluir, comenzando a oscurecerse sobre la piel mortecina. La desagradable herida se cerró y acabó por desaparecer: el milagro había vuelto a obrarse.

Nicolò despertó agarrándose con un estertor de pavor a los antebrazos de Yusuf. Recobró el aliento como el que da la primera bocanada de aire tras estar sumergido más de la cuenta en el agua. Yusuf vio aquellos ojos azules volver a brillar, y los latidos de su propio corazón retomaron finalmente su ritmo normal.

—Ah... Alhamdulillah... —alcanzó a musitar, aliviado.

Yusuf se sorprendió a sí mismo con el rostro de aquel hombre entre las manos, sosteniéndole con tierna ansia. El genovés, también en un impulso irracional, apoyó sus manos en las del sarraceno, y le sonrió con más cercanía de la que habría sido capaz de admitir entonces.

Reconocer los rasgos de Yusuf llenó su alma de tal dicha que una amplia sonrisa iluminó su expresión cansada.

Porque volver a la vida, por vez primera, tenía un sabor dulce a reencuentro.

Sono qui, Yusuf. Sono qui.

La mano sobre la mejilla del árabe pareció invitarle a acercarse; por un fugaz momento se intuyó el anhelo de un beso, pero ambos reprimieron el deseo: los últimos vestigios de incertidumbre todavía enturbiaban lo obvio de sus sentimientos.

Y Yusuf, ingenuamente, pensó que el paso de los siglos le haría acostumbrarse a ver a Nicolò morir.

In secula seculorumWo Geschichten leben. Entdecke jetzt