IV

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Era una tarde de verano demasiado calurosa, siendo así que ya estaba el sol por ocultarse, y la atmósfera sofocante no remitía.

Nicky, más sensible al calor que Joe, había sucumbido al capricho de comprarse una granizada. Sentados distendidamente en una terraza, el italiano dio un largo sorbo que le hizo apretar los dientes por el súbito ramalazo de frío. Entonces su mirada se cruzó con la de Joe, aparentemente arrobado por el mero acto de verle beber de un refresco. Tan sugerente debía de verse como para guiñarle un ojo, gesto que le hizo a Nicky apartar la mirada, incapaz de disimular su media sonrisa. Cuando su vista volvió a buscar directamente los ojos de Joe, no cabía duda de que ambos sabían a la perfección en qué estaba pensando el otro; hasta qué época y momento sus recuerdos se estaban remontado.

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Resultaba una temeridad ir por las vías principales, así que recurrieron a los caminos de la trashumancia. Usar los pasos del ganado les aseguraba menos encuentros desagradables, pero también hacía más tedioso cada desplazamiento. Descartada por ahora la idea de pernoctar en alguna posada o caravanserai, acostumbraban a dormir al raso en las noches más cálidas o al abrigo de una cueva en las noches más desapacibles.

Yusuf y Nicolò aún no habían conseguido comunicarse con la profundidad que sus conversaciones exigían. Sus dudas y preguntas todavía eran retóricas, pues la barrera del idioma les impedía ponerlas en común: apenas un defectuoso chapurreo en árabe y en italiano. El mundo de ambos era todavía muy pequeño en apariencia, basado en un diálogo de gestos, miradas y sonrisas. Gracias a este intercambio silente, se fraguó una intimidad que pronto demostró ser más sugerente de lo que imaginaron al comienzo.

Algo estaba claro: debían alejarse del conflicto bélico que se estaba librando en Tierra Santa.

Ya habían podido comprobar que la inmortalidad no les liberaba de la sensación de hambre y sed, y aquel día habían caminado por horas sin encontrar ninguna fuente o arroyo, por lo que la deshidratación empezaba a hacer mella en ellos.

Yusuf sabía que en aquella zona de cuevas podía haber algunas lo suficientemente profundas como para albergar neveros durante todo el año. Una cavidad llamó su atención y, con una inclinación de cabeza, le instó a su compañero a que probaran suerte ahí dentro. Oteó en las grietas más anchas, que pudieran permitirle el paso, y se paró frente a una en concreto. El árabe tomó la mano del cruzado, quien durante un instante se sobresaltó, no entendiendo el gesto. Yusuf le hizo posarla sobre la grieta para que sintiera el aire congelado que salía de ésta, y le sonrió: aquello quería decir que la cueva tenía continuación.

Se desprendió, pues, de su cimitarra envainada, tomó una cuerda para que él le sostuviera y vació el zurrón que llevaba, echándoselo a la espalda. A pesar de que la luz no era más que un pálido halo de plata perfilado sobre las rocas, el mahometano se guiaba con pasmosa soltura.

Nicolò, sentado, tenía un pie apoyado firmemente en una piedra grande frente a él, para poder aguantar mejor el peso del otro hombre al bajar. Momentos después, la cuerda quedó laxa. Pasaron unos minutos, y el cruzado sólo alcanzaba a escuchar el goteo rítmico de una estalactita, a su lado. Tenía la garganta tan seca que el tragar se sentía como un arañazo.

—¡Eo!—gritó Nicolò, hacia donde la oscuridad no le dejaba ver nada más que un vacío inescrutable.

—¡Eo!—le contestó Yusuf desde abajo, y reapareció sonriente, cargando en su saca abundante nieve, que le mostró con orgullo. El genovés tiró con fuerza de la cuerda para ayudarle a terminar de salirse de la apertura, y le dio una palmada en la espalda, agradecido.

In secula seculorumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora