VII

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Paulina Bail.

Madre soltera.

Declarada con Esclerosis Amiotrófica, a principios de los 40. Paulina estaba segura de una sola cosa, ella no vería a su nena caminar hacia el altar, mucho menos cargaría a su nieto en brazos, y le entristecía no tener el placer de malcriarlo con golosinas y gaseosas.

Al principio su enfermedad comenzó con ligeros calambres en las extremidades, sobre todo en las manos. Megara la empujó a asistir al médico cuando los mareos y el insomnio empezaron. Lo que Paulina creyó era una simple fatiga por esfuerzo y estrés, acabo siendo un reloj, que contaba los días, hasta su muerte.

El médico dio esperanzas de que con un buen tratamiento podría vivir cómodamente durante un par de años, pero para ella su día de expiración siempre estaría ahí, persiguiendo su alma, pisándole los talones.

¿Por qué postergar lo inevitable?

Paulina no le había dicho a nadie, pero ella sólo quería lo mejor para Megara, su bebé, su nena. Lo que menos deseaba era ser una carga. Y aunque sabía que aún podía caminar por sí sola, y comer... los espasmos estaban siendo cada vez mayores, así como sus lágrimas. Cuando Megara entristecía, Paulina lo sentía en lo más profundo de su corazón. No estaba de acuerdo con alargar su sufrimiento, y tampoco el de su hija. Dejaría que el reloj avanzara, mientras trataba de disfrutar las sonrisas y risas de su hija.

Dentro de toda la miseria, Megara era su única luz. Su esperanza, un recordatorio de lo bello y bueno que había traído al mundo. Estaba satisfecha y orgullosa de ella. Aunque a veces la lograra hacer enojar y estallar cual volcán enfurecido. Al final, de eso se trataba la maternidad, altas y bajas, regaños y abrazos, consejos y el amor más puro e incondicional ¿No?

—No entiendo porque no quisiste el carrito eléctrico mamá.

—¿Dejarías de quejarte? Me estás dando dolor de cabeza, Megara.

—¿Quieres que vaya por el carrito? Podrás estar sentada y...

—¡Dije que no! Puedo caminar bastante bien, y no siento tantos mareos como antes, ¿Qué no puedo pasearme por las frutas y verduras como una persona normal?

—Eres normal mamá—Dijo Megara en tono cansino.

—Ahora trata de convencerte—La desafío con una sonrisa cómplice.

Megara rodo los ojos, rindiéndose. Su madre era más terca que una roca. Sí es que las rocas tenían virtudes y defectos. En todo caso, con Paulina se sentía hablándole a una pared, estaba ahí pero no respondía y mucho menos obedecía.

Era el día de hacer las compras. Megara y su madre paseaban por los distintos pasillos del supermercado, como siempre, ambas recibían miradas de reojo. Unas de curiosidad, otras de lástima. Paulina caminaba con un bastón, pues le daba mayor seguridad en público, pues apoyarse de los estantes no era factible. Se imaginaba tumbando por accidente los platos de porcelana fina... ¡Los jodidos platos costaban una fortuna!, era muy diferente si se tratara de un frasco de aceitunas, pero, ¿Porcelana? ¡Ni hablar!

Megara se detuvo abruptamente al observar al hombre al final del pasillo.

El tipo se encontraba inclinado observando las bebidas alcohólicas, ninguna tenía el suficiente porcentaje de alcohol que deseaba, embriagarse no era lo mismo desde que lo habían vetado y casi fusilado en su club nocturno favorito.

Meg lo reconoció al instante, no podía dejar de mirarlo. En el lado izquierdo de su rostro, empezando por su pómulo y acabando en su mandíbula, había una marca. La vista era grotesca, la carne aún se encontraba hinchada y de color rosa, había partes quemadas, y algo innegable...

Tóxico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora