xvii.- Charlando con Hades

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Imagínate el concierto más multitudinario que hayas visto jamás, un campo de fútbol lleno con un millón de fans. Ahora imagina un campo un millón de veces más grande, lleno de gente, e imagina que se ha ido la electricidad y no hay ruido, ni luz, ni globos gigantes rebotando sobre el gentío. Algo trágico ha ocurrido tras el escenario. Multitudes susurrantes que sólo pululan en las sombras, esperando un concierto que nunca empezará.

Si puedes imaginarte eso, te harás una buena idea del aspecto que tenían los Campos de Asfódelos. La hierba negra llevaba millones de años siendo pisoteada por pies muertos. Soplaba un viento cálido y pegajoso como el hálito de un pantano. Aquí y allá crecían árboles negros, y Grover dijo que eran álamos

El techo de la caverna era tan alto que bien habría podido ser un gran nubarrón, pero las estalactitas emitían leves destellos grises y tenían puntas afiladísimas. Intentaron no pensar que se les caerían encima en cualquier momento, aunque había varias de ellas desperdigadas por el suelo, incrustadas en la hierba negra tras derrumbarse. Pero los muertos no tenían que preocuparse por nimiedades como que los atravesara una estalactita tamaño misil.

Annabeth, Grover, Percy y Rocío intentaron confundirse entre la gente, pendientes por si volvían los demonios de seguridad. Todos parecen enfadados o confusos. Se te acercan y te hablan, pero sus voces suenan a un traqueteo, como a chillidos de murciélagos. En cuanto advierten que no puedes entenderlos, fruncen el entrecejo y se apartan.

Los muertos no dan miedo. Sólo son tristes.

Siguieron abriendo camino, metidos en la fila de recién llegados que serpenteaba desde las puertas principales hasta un pabellón cubierto de negro con un estandarte que rezaba: «JUICIOS PARA EL ELÍSEO Y LA CONDENACIÓN ETERNA. ¡BIENVENIDOS, MUERTOS RECIENTES!».

—Al menos se toman la molestia de poner un cartel ¿no? —comento Rocío

Por la parte trasera había dos filas más pequeñas.

A la izquierda, espíritus flanqueados por demonios de seguridad marchaban por un camino pedregoso hacia los Campos de Castigo, que brillaban y humeaban en la distancia, un vasto y agrietado erial con ríos de lava, campos de minas y kilómetros de alambradas de espino que separaban las distintas zonas de tortura. Incluso desde tan lejos, se veía a la gente perseguida por los perros del infierno, quemada en la hoguera, obligada a correr desnuda a través de campos de cactos o a escuchar ópera. Percy vislumbró más una pequeña colina, con la figura diminuta de Sísifo dejándose la piel para subir su roca hasta la cumbre. Y vio torturas peores; cosas que no quiero describir.

—¿Por qué me tapas los ojos? —cuestiono Rocío al tener la mano del pelinegro en su cara

—Es mejor que no veas eso —respondió

La fila que llegaba del lado derecho del pabellón de los juicios era mucho mejor. Esta conducía pendiente abajo hacia un pequeño valle rodeado de murallas: una zona residencial que parecía el único lugar feliz del inframundo. Más allá de la puerta de seguridad había vecindarios de casas preciosas de todas las épocas, desde villas romanas a castillos medievales o mansiones victorianas. Flores de plata y oro lucían en los jardines. La hierba ondeaba con los colores del arco iris. Se escuchaban risas y olor a barbacoa.

—El Elíseo —murmuro la menor cuando Percy quito su mano

En medio de aquel valle había un lago azul de aguas brillantes, con tres pequeñas islas como una instalación turística en las Bahamas. Las islas Bienaventuradas, para la gente que había elegido renacer tres veces y tres veces había alcanzado el Elíseo. De inmediato Rocío supo que aquél era el lugar al que quería ir cuando muriera, pero no sabía si lo alcanzaría.

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