2. Carmen

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Llegué a Capital Federal un 16 de octubre de 1959. No tenía donde quedarme, así que entré a un hotel —que era bastante barato— para pedir una habitación y quedarme hasta que encontrara un departamento donde vivir.

En ese momento no tenía la apariencia que tengo ahora: mi pelo era castaño, muy oscuro, por los hombros y con flequillo. Usaba pantalones porque no me gustaban los vestidos.

La mujer que estaba en el mostrador me llamó mucho la atención. A diferencia de mí, usaba vestidos. Me pareció muy bella: sus rizos rojos caían sobre sus hombros y su piel estaba llena de lunares. Por un momento imaginé cómo sería besar cada uno...

—Necesito que llene esto, por favor —me dijo distrayéndome de mis pensamientos. Llené el formulario, se lo di y ella me entregó las llaves de la habitación.

Me acompañó hasta la habitación y una vez que llegamos me preguntó:

—Si no le molesta que sea curiosa... ¿qué hace en Capital Federal?

Yo le sonreí y le expliqué un poco de mi historia: venía de Entre Ríos y mi tía, la hermana de mi mamá, murió recientemente. Me dolió mucho su partida. Dejó una gran cantidad de dinero para mí y la usé para venir hasta Capital.

—¿Por qué se fue? —volví a sonreírle porque noté lo tan curiosa que era. Creo que esa fue una de las cualidades que más me gustaron de ella. Le dije que podía tutearme.

—No había futuro para mí en Entre Ríos —le expliqué—. Vivía en un pueblo donde lo único que tenía que hacer era colaborar en la casa con mi mamá y atender todas las necesidades de mi papá. No me mal entiendas, yo los amo. Me dieron mucho en la vida, pero... me di cuenta que ese no era el lugar para mí. No sé cómo explicarlo, pero ya no me sentía cómoda era como que... como si no estuviera haciendo nada con mi vida. Además, algún día me tocaría casarme con un hombre y... bueno, no estoy lista para eso.

Le seguí explicando que quería ser una periodista y escritora reconocida. Quedarme en Entre Ríos me privaría de eso. Cuando terminé de hablar vi el asombro en su cara. Los ojos le brillaban con una inexplicable intensidad. Me dijo que admiraba el coraje que tuve para hacer eso. Le agradecí.

—Ahora tendré que buscar un trabajo y ver algún lugar donde vivir que no sea un hotel —me reí un poco porque no quería que sonara como una ofensa. Ella también se rio.

Nos quedamos en silencio un rato.

—Nunca te dije mi nombre —me extendió la mano—. Soy Irene Lindberg, trabajo en la recepción como ya viste. Seguro escuches que se refieran a mí como Irene Sánchez, Adrián Sánchez es mi marido y es el dueño del hotel.

Cuando escuché esas últimas palabras quería morirme. Esperaba que fuera más... como yo. Aunque en ese momento me sentí estúpida porque casi todas las mujeres estaban casadas o iban a estarlo. Era el único destino que tenían.

***

De vez en cuando venía a mi habitación para hablar y me preguntaba un montón de cosas: cómo fue mi vida en Entre Ríos, si alguna vez había tenido novio, qué me gustaba hacer en mi tiempo libre. Cada vez que le respondía me miraba como si fuera un sujeto exótico, algo único e inigualable para contemplar. Me admiraba mucho y creo que, al principio de nuestra relación, me tenía en un pedestal. Eso era lo que me daba la confianza para contarle mis intimidades, sabía que no me juzgaría porque yo no tenía nada que aprender de ella, no buscaba ser aquello de lo que me escapé. En todo caso, ella anhelaba ser como yo.

Disfrutaba mucho su compañía. Había hecho una amiga, aunque deseaba que fuéramos más que eso, pero no había lugar para nosotras. Irene estaba casada y, lo más probable, es que era heterosexual.

—Me gusta mucho estar con vos —me dijo un día—. Aunque... a mi marido no. Cree que sos una mala influencia para mí. Piensa que no sos una mujer y que necesitás un buen hombre para "enderezarte" —confesó avergonzada.

No le contesté nada porque estaba acostumbrada a ese tipo de comentarios. Era consciente de que en los ojos de los demás era una mujer, pero al mismo tiempo no porque "no era lo suficientemente femenina". Mis papás me regañaron toda la vida por ello.

Había visto a Adrián algunas veces en el hotel. Me saludaba por cortesía, pero notaba que evitaba hablarme. Era carismático con todo el mundo, en el hotel lo adoraban. A mí nunca me cayó bien. Había algo en él que me daba un mal presentimiento, como si tuviera algún secreto oscuro que comparte consigo mismo. No sabría explicar por qué, sólo sentía que en cualquier momento él podría tener el poder de peligrar mi vida.

Lo único que hice fue darle mi mano para hacerle saber que todo estaba bien. Sentí una electricidad por todo mi cuerpo y resistí el impulso de acercarme más y besarla.

—¿Tu marido sabe que estás acá?

—No. Le mentí.

En ese momento pensé dos cosas. La primera: seguramente esta no era la única vez que Irene le mentía a Adrián, lo hacía con frecuencia. La segunda: esperaba que su marido no se entere que me visitaba con frecuencia porque me imaginaba de lo que era capaz. Sabía lo que le hacían los hombres a las mujeres que osaban desafiarlos.

Los momentos que no estaba con Irene los usaba para buscar trabajo, así como también recorría la ciudad para ver cuál sería mi siguiente hogar. Conseguí una ocupación de tiempo completo como secretaria en un banco. No era mi trabajo soñado, sobre todo porque en ese momento ser secretaria administrativa era todo lo que una mujer podía hacer. Pero sabía que no tenía opción y pagaban muy bien. Después conseguí firmar un contrato de alquiler en un departamento que estaba a cinco cuadras del hotel.

—Me voy en dos días —le dije a Irene y le conté de qué iba a trabajar y donde iba a vivir.

—Estoy... muy feliz por vos —me sonrió, pero noté la tristeza en sus palabras—. Me alegra que puedas seguir tus sueños y que estés logrando algo de lo que te propusiste hacer en Capital.

Un día antes a mi partida, Irene vino a mi habitación con una botella de vino tinto. Me dijo que era para celebrar y despedirnos. Lo estuvimos tomando a la noche, me comentó que le volvió a mentir al marido: se excusó diciéndole que estaría trabajando horas extras en el hotel y que, por lo tanto, no llegaría temprano a casa.

—Te voy a extrañar —me dijo—. Me gusta verte y hablarte todos los días. Seguramente te voy a extrañar más de lo que creo —sentí el dolor en sus palabras—. Vos y... tu rebeldía y tus brillantes ojos azules.

—Sabés que me voy a mudar cerca, ¿no? —le tomé la mano—. Vamos a poder vernos igual.

Irene se puso a llorar. No sabía qué hacer porque, definitivamente, no esperaba que esto sucediera. Tomé su cara con mis manos y traté de secarle las lágrimas.

—¿Por qué llorás?

—Porque... seguro no será lo mismo —veía que intentaba luchar con sus lágrimas, pero no lo lograba—. Vas a estar... tan ocupada con tus cosas, el trabajo, la escritura. Seguro conozcas a otra mujer y... no vas a tener tiempo para verme —hizo una pausa—. Te quiero.

No supe qué responderle porque quería decirle lo mismo. Me lo estaba diciendo como amiga y no como algo más, por mucho que lo deseara. Si lo confesaba, sería como una lésbica declaración de amor, la cual no estaba lista en hacer.

Sólo la abracé por un rato. Cuando nos separamos, me di cuenta que estábamos muy cerca. Irene posó su mano sobre mi mejilla y me besó.

Cómo ellas se conocieronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora