LAS CARTAS SOBRE LA MESA

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―Pero supongo que ya sabe que jamás te casarás con ella ―Le dijo con una seguridad que me estremeció― ¿Cómo era lo que decías?

― ¡Carter McKellen nació soltero y morirá soltero! ―exclamaron ambos a coro y rieron por aquella aseveración que parecía ser una broma interna entre ellos.

―Bueno, al menos fuiste honesto con ella ―Fue lo último que escuché antes de alejarme de la puerta, obviamente recriminándome por haberlo hecho otra vez.

Nuevamente una puerta mal cerrada revelaba secretos que odiaba que existieran y establecía distancias siderales entre Carter y yo, no porque me sorprendiera su reticencia a comprometerse seriamente en un futuro −aunque mentiría si dijera que eso no me importó en lo absoluto−, porque conocía bien sus motivos para temerle a algo como eso, sino porque no entendía las razones que mi novio hubiese podido tener para no hablar conmigo de un asunto tan delicado como ese y sí hacerlo con una mujer a la cual perfectamente podía cuestionarle el nivel de amistad que tenía con él. Ninguna amiga bien nacida se preocupaba más de un chisme que de la salud de quien ella decía que era su amigo, además de que no podía negar que la naturalidad con la que ambos se relacionaban me parecía a lo menos sospechosa.

Esa cercanía solo podía tener una explicación.

― ¡Hay dos cajas más con regalos abajo! ―reclamó Rossie entrando a su oficina a manos llenas y sin percatarse de que mi buen humor matutino se había esfumado― ¿¡Puedes creerlo!?

―Al parecer, tu jefe es un hombre muy popular ―refunfuñé entre dientes y la castigué a ella con mi molestia, aun cuando poco tenía que ver con su origen.

Estaba enojada y aunque la cara de la señora Klein expresó toda la confusión que sintió con mi súbito cambio de ánimo, preferí no entrar en detalles y buscando la forma de evitar conflictos, simplemente salí de la oficina con mi despacho como destino marcado.

Mis firmes y apresurados pasos eran el fiel reflejo de la central termonuclear que tenía andando en la cabeza y que por un segundo creí que calmaría si llegaba a mi oficina y me daba un respiro de tanta trama revuelta que involucraba la Casa Blanca y Carter en particular, pero a poco andar me descubrí huyendo, tal y como lo había hecho cada vez que algo malo ocurría.

¿De verdad quería seguir escapando de los problemas y escondiéndome de Carter cada vez que sentía que, consciente o inconscientemente, me hacía daño? ¿De verdad insistiría en actuar como un animal herido que se refugiaba en un lugar silente y solitario a lamer sus heridas o por una vez en mi vida me pondría en plan de dueña de mi vida, de mis decisiones, de mis actos y de las consecuencias de ellos?

Tal vez y solo tal vez, seguir mis nuevos instintos en un momento de enfado era la peor decisión de todas, pero era demasiado tarde para cuestionar aquello. Ya había frenado mi andar en seco y llevando más coraje, valor y actitud que Meryl Streep interpretando a Miranda Priestly en "El diablo viste a la moda", giré sobre mis talones y regresé a la oficina de Rossie, quien al verme entrar se levantó de su silla como un resorte, pero fue incapaz de decirme algo.

Shawn también estaba ahí −aparentemente ayudando con el mar de regalos− y él si notó el cambio en mi comportamiento, no solo por mi forma de caminar y mi cara de literalmente nada, sino porque Carter lo había convertido prácticamente en mi lazarillo, lo que le daba la facilidad de captar lo que ocurría en un parpadeo.

En un acto de mera sobrevivencia, evitó cualquier comentario, incluso para ayudarme cuando tomé el regalo que había comprado para mi novio con demasiado amor y dedicación, pero que en ese momento se transformó en la excusa perfecta para entrar al Despacho Oval sin parecer una demente, esforzándome por mostrarme inalterable, aun después de lo que había escuchado.

MRS. PRESIDENT - Trilogía Cómplices III [EN CURSO]Where stories live. Discover now