• Parte I •

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Sir Charles Stephen Claude II, conde de Black Arrowers en Inglaterra, nacido el 14 de enero de 1855; hijo de Charles Stephen Claude I y Audrey Margareth Burrows, hermano menor de Philip Stephen Claude, conde de Cambridge. Ese era su nombre y su familia.

Un joven conde de tan sólo 35 años cuyas historias en torno a él empezaban con que era el más hermoso de los hombres de Black Arrowers.
Y es que Sir Charles II era todo un primor; destacaba entre muchos por sus ojos azules zafiro y particulares pestañas, su cabello lacio rubio dorado siempre se presumía en correcto peinado atado, su altura y contextura delgada además de debérsela a su padre, podía lucirlas en los elegantes trajes obsequiados por las realezas de Rusia y Francia. Creían que el joven podía aprovechar su belleza sin igual para deleitar la vista de quien lo viera.

Y no exageraban en la ciudad cuando decían que las mujeres suspiraban atontadas al verlo.
Pero él, para desgracia de las plebeyas damiselas, sólo tenía ojos y corazón para la única mujer de su vida: su esposa Caterina Wright.

Y uno de los muchos comentarios que se hacían sobre él fue sobre cómo tomó el engaño de su esposa al irse con un marqués de vaya saber Dios dónde en Francia. Se decía que esa traición fue la culpable de que el Conde perdiera la línea de normalidad mental humana.

Se encerró en su mansión, condenándose a sí mismo a reclusión por depresión. La prisión escogida no tenía nada de prisión, sino que al contrario, era maravillosa; una mansión escondida entre árboles de pinos y cedros robustos. Rodeado de un inmenso jardín cercado por muros de eucalipto cual enredadera, en el que se encontraban también árboles de ciruela, naranjas y manzanas verdes. Los portones principales estaban hechos en oro puro y custodiados por pastores ingleses.
Al fondo de la mansión de cinco exagerados pisos de alto, se encontraban las caballerizas, todo tipo de animal doméstico; desde cabras hasta gallinas que cuidaba cuales oro.

No podría llamarse prisión a eso, pero así la declaró él.

Sir Claude, como se dijo, se condenó al encierro, las lágrimas y el dolor durante dos inviernos. Dos largos inviernos duró el dolor, únicamente acompañado de sus 42 siervos. Sonará sí, a una exageración fuera de lugar, y es que aunque no lo crea, el Conde tenía 42 siervos porque no pudo conseguir más.
Es curioso, durante la vida del Conde Charles Stephen Claude I, la servidumbre contaba con sólo 8 integrantes. Después de que Charles padre muriera en el hundimiento del Royal Ferry —junto a la condesa, desde luego cabe aclarar—, el joven conde los multiplicó a 20 y luego a 42 cuando se dispuso a la soledad porque al abandonado Sir Claude hijo no le gustaba sentirse solo. Ni mucho menos le gustaba la suciedad en el hogar.

«Cuantos más, mejor» decía él.

21 limpiaban la mitad derecha de la mansión y 21 limpiaban la mitad izquierda de la mansión.

Siendo víctima de su encierro y el dolor interminable —verán si no era trágico— el Conde se ingenió 103 de quitarse la vida, de las cuales fracasó 30. Y cuando alcanzó la cifra, avergonzado por sus múltiples fallos y sintiéndose derrotado por la mala suerte que gobernaba en su vida, se resignó a seguirlo intentando.

«¿Para qué continuar si siempre he de fracasar? Por más que lo intento, y Dios sabe que lo intento... ¡sólo consigo hacerme un rasguño y agravar mi sufrimiento cuando debería de estar descansando en una nube! ¡En una nube y rodeado de ángeles! ¿Será que el Señor no me quiere allí? ¡Oh Dios tú también me desprecias!» protestaba y dudaba.

Así era cada día en su encierro y los siervos eran testigos de eso.

Hasta que se hartó de su jaula dorada, secó sus lágrimas y dejó de sufrir, de esperar por lo que jamás volvería.
Decidió que era tiempo de salir al mundo, regresar a la vida que abandonó y recuperar al menos una parte del tiempo que dejó pasar por alguien que simplemente, no lo valía.

Una mañana despertó, la última vez que se sintió acongojado por la pena, recordaba lo ocurrido y dejó de hacerlo. Se sentó en su cama, orillándose a los pies, sosteniéndose de un barrote del dosel, contemplando las cortinas cerradas que no permitían la entrada de luz exterior.

—Ya no lo niegues... no pelees contra eso... es parte de la vida —se murmuró a sí mismo.

Se incorporó y alcanzó el maniquí con el último vestido obsequiado a Caterina. Lo acarició unos instantes, melancólico, y sin previo aviso se alejó y abrió las cortinas bruscamente.
Tomó aquel maniquí vestido y arrancó la prenda.

—Si estás muerta o sigues viva, me da igual, ¡me da igual! —pregonó como grito de libertad.

Abrió de par en par su inmenso vestidor y tomó cada vestido sano de Caterina, lanzándolo al suelo o despedazándolo.
Sus sirvientes, alertados por su voz, asomaron a husmear. El Conde los vio y ordenó deshacerse de todo aquello, incluyendo las joyas.

Las cortinas también las arrancó, ordenó hacer lo mismo con cada una en la mansión.
Se coló en la cocina aún vestido de pijama, sorprendiendo a las cocineras quienes gritaron al notar su presencia, cubriéndose los ojos con el delantal.

Salió de allí y corrió por los pasillos, notó que había pinturas de la traidora y las quitó, partiéndolas al medio. Los sirvientes imitaron con cada que encontraron.

Las ventanas por fin se abrieron y dejaron entrar nuevos aires. Sir Charles lo disfrutó unos segundos y llamó a diez mujeres para que le ayudaran a acicalarse.

Una lo peinaba, la otra recortaba su barba, la tercera arreglaba sus uñas de manos y pies; el cuarto sirviente mostraba prendas que podía vestir, el Conde las elegía viéndolo de reojo dado que no le permitían moverse.
Se bañó con ayuda de un sirviente y vistió las ropas escogidas delicadamente. Seguía sin convencerse de alguna casaca; tenía la rusa regalada por uno de los tantos zares de Rusia, nunca se la había puesto después de casarse, porque fue un regalo de muchos. Dio a su siervo para que la acomodara, dado que llevaba bastante tiempo guardada.

En tanto, el joven condeonde bajó a la sala de música y descubrió el piano abandonado de su madre. Tocó las teclas, ligero, de tonos altos a bajos tres veces y de bajos a altos una vez.

Así como con el piano, lo hizo con los candeleros y otros instrumentos, como el violín y los cellos.

El siervo le alcanzó la casaca a su amo con solemne reverencia y le ayudó a ponérsela incluso.
Vio cómo el gran cuadro de Caterina y él era retirado, siendo reemplazado por el antiguo retrato de sus padres: Charles I y Audrey Claude.
Suspiró y asintió conforme con el cambio.

—Vete y déjame atrás... juro... juro que me da igual, en verdad me da igual —murmuró.

Fue hacia las puertas, y con ayuda de sus hombres, despejó aquella entrada. El sol se dejó ver y sentir en todo su fulgor.

Tranquilo, contento, en paz consigo mismo y vuelto a la vida, Sir Charles II miró a sus siervas y les sonrió. Ninguna pudo evitar suspirar ante el encanto.

—¿Sería posible que os acompañara en su paseo? —pidió imitando la finura al máximo. Ellas aceptaron de inmediato.

Séptima SinfoníaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora