• Parte II •

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En compañía de sus encantadoras damas, y a bordo de un ostentoso carruaje llegó sir Claude a Paradise Hill.

Paradise Hill era un pequeño e imperceptible pueblo cercano a Black Arrowers; veinte minutos de viaje era todo lo que se necesitaba para visitarlo.
A pesar de lo poco notable, Paradise Hill resonaba en los chismes de la gente de Inglaterra, Black Arrowers y de la corona británica.

Este particular pueblo era anfitrión de vendedores ambulantes, artistas callejeros —clarinetistas, violinistas, bailarinas, pintores, acróbatas, etc.— y gente de trabajo formal.
El aire siempre estaba acompañado de aromas frutales y pan recién horneado. Fragancias refinadas de perfumes caseros, hierbas medicinales y flores recién cortadas le seguían en el interminable camino del sentido olfativo.

Una pequeña de unos diez o doce años alzaba su voz tan alto como le permitían sus cuerdas vocales. Ofrecía a todo nuevo visitante en pareja, la oportunidad de comprar un maravilloso ramo de flores y florecillas multicolores adornadas con una cinta de seda color azul o rosa, según la medida decisión de su cliente.

—¡Flores de todos los tamaños y colores! ¡Para enamorados, casados, felices y solitarios! Disculpe, buen señor —habló a un hombre que caminaba junto a su esposa—. Mire qué bella esposa tiene usted, es una bendición hecha por Dios a su medida. ¿No cree que merece lo más perfecto de la creación? ¿No vale su belleza un ramo de rosas?

Por otro lado, el panadero anunciaba la salida del pan, las tartas e invitaba a probar una mínima muestra de su deliciosa labor.

—¡Lleve pan, madame! ¡Lleve y haga feliz a su esposo en el almuerzo, la merienda y la cena! —clamaba—. ¡Pruébelo y verá que su elección no errará!

¡Para enamorados, casados, felices y solitarios!

Las palabras de la niña llegaron a sus oídos con mayor intensidad, como si se encontrara justo a su lado. Cuando volteó, se dio cuenta del error, pues seguía en el mismo lugar.
Pensó que sus oídos habían estado tapados y repentinamente se abrieron. Fue la única teoría que hizo en ese momento.

—Buen señor —llamó una de sus sirvientas. Atendió volviendo la vista hacia ella—. Voy por el pan antes que venda todo, regreso pronto.

—Oh, vaya tranquila. Compre pan suficiente para todos en la mansión, por favor.

—Como usted ordene, buen señor.

Desde niño a sir Claude le molestaba el título de "amo" o parecido. A pesar de lo mucho que sus escasos amigos le insistieran para que les enseñara quién mandaba, Claude nunca los escuchó ni hizo caso alguno.
Su madre les permitió a cada uno que la llamaran por su nombre, incluso cuando salía con sus damas. El padre no era muy diferente a ella, los trataba como si fueran sus hijos. Se preocupaba por cada uno.
Sabio había sido en decir que si uno solo de ellos caía, el resto haría lo mismo.

Esta costumbre con la servidumbre había sufrido un poco con la llegada de la esposa de Claude. Esa mujer no toleraba la falta de límites y les recordaba cuál era el papel de ella sobre ellos.
Las pocas veces que discutían, Caterina le dio dos opciones: su feliz matrimonio o sus "mulas".

Lógicamente que Sir eligió a su esposa. Las escasas veces que discutieron, la eligió a ella

¡Qué maravilloso vestido, Marie! —exclamó una mujer.

—¡Oh, mire usted, señor! —indicó la sirvienta segunda hacia su derecha, donde se exhibían telas y una mesa desocupada.

Sir Claude siguió el dedo de la joven, topándose con una suerte de muro femenino. Él supo de inmediato que algo maravilloso para ellas estaba exhibiéndose.
Miró a su sirvienta, divertido.

Séptima SinfoníaTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon