Capítulo I

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El cuerpo del dragón descansaba sin vida a sus pies. Las escamas se iban volviendo piel y las alas brazos. El asesino limpió la sangre de sus manos y cuello, siempre salpicaba un poco. Agarró la espada guardada en su cinturón, que con la empuñadura fría calmó algo del sofocante calor que tenía en el desierto.

Arena. Por todas partes sólo había arena. En esta misma hincó las rodillas a orar por aquellos a los que había matado en su última caza. Cerró los ojos del que tenía delante y se fue, sin saber muy bien a dónde o cómo, pero sí con qué intenciones.

—¡Fuego!

El general Zhang dio la orden en cuanto vio la oportunidad. Aquel hombre no creyó la juventud del chico al que atacaban, tenía que ser alguna de sus brujerías. Eso no importaba, estaba ahí, y él tenía un ejército entero con el que luchar.

Los arqueros lanzaron flechas bañadas en fuego desde la retaguardia, espadachines blandieron armas desde sus monturas, magos atacaban y defendían a partes iguales respondiendo a los movimientos de sus camaradas.

Por mucho que al asesino le costara admitirlo, pelear era perder. Para que una batalla tuviera sentido había que luchar con cabeza, si se quedaba, sólo la perdería. Se transformó como puedo, esquivando las saetas que se acercaban cada vez más rápido. Notó nacer las escamas y alzó el vuelo. Ellos tendrían algún dragón entre sus filas, si la serpiente alada le olía no podría resistirse a atacarle.

Para su sorpresa nadie le perseguía, no se acercaron y en la visión del shek cada vez estaban más alejados. Los hechizos explotaban tras su cola sin llegar a tocarle, podía sentir las armas a punto de rozarle volver a caer sin alcanzar su objetivo. Cuando quiso entender que estaban marcando su rumbo, fue demasiado tarde.

Otro chillido del jefe, seguido de una explosión. El geiser que sobrevolaba entró en erupción. El agua hirviendo le perforó la carne y los sentidos, atravesó los cielos una última vez antes de empezar a caer sin control. En la mente de la bestia una cara sobresalía entre la muerte, una mirada cálida en la que esconderse cuando las pesadillas eran demasiado reales.

Comenzó a planear, a aprovechar ese aire que la erupción había causado, y a alejarse. Ahora los guerreros sí le apuntaban pero no llegaban. Siguió, enterrando el miedo y la culpa hasta que dejó de sentirlos. De sentir. Las serpientes son frías, y él era el Rey.

***

Se desmayó en plena caída libre así que no sintió el impacto contra el suelo. Había recuperado su forma humana antes de poder aterrizar así que un pequeño detalle escapaba a su entendimiento: ¿cómo seguía vivo?

No había intentando escapar, tan sólo que esos bárbaros no pudieran atraparle. La idea de que le encerraran no era mala, siempre sería capaz de huir por muy pequeña y fría que fuera su prisión. Tampoco le tenía miedo a la muerte, pero muy en el fondo sabía, que sí temía la soledad de su hermana.

Los parpados le pesaban y poco a poco los fue abriendo, su instinto le decía que tenía tiempo, estaba a salvo. El cielo le recibió de manera extraña. El celeste era demasiado puro y brillante, casi cegador. Ninguna nube tenía el valor de interponerse en esa imagen, ofreciéndole la mayor magia que había descubierto en Idhún.

Enfocó la vista y descubrió que no estaba admirando el hogar de los Tres Soles, sino unos ojos divinos enmarcados por mechones que simulaban rayos de luz y pecas a cambio de estrellas.

Reaccionó rápido pero lento comparado con lo que estaba acostumbrado. Tanto, que el otro chico le paró antes de llegar a moverse.

—Estate quieto o te harás más daño. Suficientes reservas he gastado ya para curarte. Ni siquiera deberías estar consciente.

El Amanecer del Cuarto SolWhere stories live. Discover now